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Carla Martí

El dolor que había sentido al escuchar esas palabras era profundo, se clavaba en mis huesos, me recorría el cuerpo, me sacudía, me embotaba la cabeza, no me dejaba dormir ni tampoco pensar. ¿Tan mala era que ninguno de los dos grupos de amistades me había aceptado? La única que me aceptaba era Noah.

Ella me ayudó a terminar la maleta, y luego se tumbó conmigo en la cama para arroparme. Besó mi frente y me acarició la espalda con la palma de su mano, consolándome como sólo ella sabía hacer.

—¿Estás segura de que te quieres ir? —Volvió a repetir, y yo volví a asentir sin decir nada.

Nos quedamos en silencio toda la noche, sin hablar, sin dormir, sólo acariciándonos y disfrutando de aquella última noche juntas.

Disfrutando del tacto de sus manos por una última vez, disfrutando de unos leves besos que ahora me sabían amargos, disfrutando de su calidez, de su cercanía, de su cariño, de su olor. Su olor. Cómo lo echaría de menos, cómo lo recordaría. Recordaría su cuello, sus manos, la forma en que nos abrazábamos o en que me despertaba junto a ella. Recordaría sus trajes, sus camisas, ese olor ácido y dulce que se mezclaba con su piel, bajo su oreja, en su cuello, un olor que nunca se agotaba.

Recordaría su sonrisa, aquella sonrisa que, como su olor, tampoco se agotaba. Su sonrisa era crónica, contagiosa, salvaje y divertida. No me olvidaría de su pelo, de aquellos mechones ondulados, de su pelo corto y suave, donde podía agarrarme mientras hacíamos el amor o simplemente acariciarlo para que se quedase dormida en la playa.

El amanecer hizo que nos levantásemos en silencio, nos pusiésemos algo de ropa y saliésemos de casa. Ella llevaba mi maleta en silencio hasta el maletero del coche, y yo me senté en el asiento del copiloto.

Quizás era una buena idea volver a Nueva York una semana antes de comenzar el trabajo, así tendría tiempo de aclimatarme a Nueva York, pero Noah volvió al coche, y al saber que no iba a volverla a ver se me quebraba todo.

—Lo que más me duele no es que te vayas, —dijo Noah parando el coche en un semáforo— es la forma en que te vas. No quiero que te vayas pensando que no te quieren. Lo siento mucho. —Se disculpó como si fuese su culpa. Se disculpó como si ella tuviese la culpa de que los hubiese conocido. Se disculpó como si fuese ella misma la que hubiese causado esos pensamientos.

—No te preocupes, por peores cosas he pasado. —Le respondí con media sonrisa, pero sí, esa entraba dentro de esa categoría.

Al llegar al puerto, nos bajamos, y Noah sacó la maleta del maletero, caminando hasta la zona de embarque del ferry. Nos quedamos mirándolo, no era muy grande pero era mi pasaporte de vuelta a Nueva York. Allí nos separábamos, allí terminaba todo.

—Pues, ya está, ¿no? —Dijo Noah con las manos en la cintura. No la miré pero sabía que las comisuras de sus labios estaban curvadas hacia abajo y que sus ojos estarían totalmente vidriosos. La abracé porque yo ya estaba llorando con el corazón encogido, con el alma en carne viva y las lágrimas quemándome la cara. —Vamos a seguir con esto, ¿vale? A ver dónde podemos llegar. —Yo asentí y me abracé a su cuello, besándola en los labios antes de derrumbarme en sus brazos, pero Noah tampoco podía aguantar más. —No te vayas, por favor... Por favor, Carla.

—Lo siento. —Me separé negando, escuchando la llamada del ferry. —Espero que hasta pronto, Noah. —La besé por última vez, disfrutando de ese último beso hasta que tuve que separarme entre lágrimas.

—¡Carla! —Escuché voces que venían desde atrás y me giré, eran Miry, María, Quique y Jaume que se habían despertado para venir al puerto. —¡CARLA NO TE VAYAS! —Gritó María desde abajo, pero yo sólo podía mirar a Noah, que se despedía con la mano.

una postal desde barcelonaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora