En el aeropuerto de Pereira, como era de esperarse, nadie la estaba esperando. Alcanzó a reconocer a algunos amigos que regresaban en el vuelo 911, que siempre transportaba entre 8 y 12 mulas del narcotráfico, pero se ocultó para que no la vinieran a saludar. La mayoría de los pasajeros lucían contentos, y no era para menos: regresaban a casa con cinco o diez mil dólares que no tenían en el bolsillo hacía una semana. Sólo una mujer pasó sin sonreír ni celebró su llegada con sus familiares y amigos. Por el contrario, desde la distancia, Catalina observó que el saludo entre ellos fue triste y traumático. Se rascaban la cabeza con angustia, disentían con pesar y aburrimiento y hasta lloraban con profundo dolor, caminando con rasquiña de un lugar a otro. Catalina se acercó un poco para conocer la razón de la aparente tragedia a ver si con ese consuelo de tontos podía levantar un poco su ánimo y lo logro. La amiga de la pasajera triste había sido capturada en Miami con un kilo de cocaína pura entre su estómago y era su hermana.
Catalina pensó que esa era una tragedia peor que la suya y avanzó hasta la salida del aeropuerto donde tomó un taxi con rumbo a su casa. Al llegar a la cuadra sintió miedo. Un frío helado recorrió su cuerpo y se extrañó al ver la puerta de su casa abierta y más aún, que de ella estuviera saliendo música
a gran volumen. Descartó la posibilidad de una fiesta porque no vio gente y se bajó luego de pagar 10 mil pesos por la carrera. Como pudo, se dio maña de subir la maleta hasta el andén, para luego ponerla a rodar hacia la puerta de su residencia. Al llegar, encontró un letrero en la puerta que decía: "Se venden helados", más abajo observó otro que decía: "Estampamos camisetas para equipos de microfútbol". Catalina apreció con simpatía los letreritos que significaban rebusque, ganas de salir adelante, ganas de reemplazar el taxi acabado contra una buseta y un poste. Por eso sonrió y entró directo hacia el patio donde escuchó la voz de Albeiro cantando al ritmo y los compases de la música rock que salía de su grabadora.
Al llegar al patio, lo encontró concentrado sobre una plancha de screen, estampando el número cuatro sobre una camiseta de microfútbol de color blanco y rojo como la del River Play. Lo observó por largo rato sin que él lo notara, hasta que Albeiro sacó la camiseta debajo de la plancha de marcos de madera y bastidor en organza y levantó la mirada para ubicar el tendedero donde la iba a poner a secar, pero se encontró de sopetón con la mirada tierna y compasiva de su ex novia e hijastra. Se quedó mirándola con espanto. Catalina le sonrío y Albeiro continuó mudo. Ella se acercó a la grabadora sin quitarle la mirada y la apagó para luego saludarlo a secas, con un simple hola, aunque su corazón estuviera latiendo a miles de revoluciones por minuto. Albeiro seguía extasiado mirándole el pecho otra vez plano, su rostro demacrado y su aspecto abandonado y sólo atinó a preguntarle con sutileza lo qué le estaba pasando. Ella contestó, como siempre solía hacerlo, con otra pregunta:
—¿Dónde está mi mamá?
Albeiro miró hacia dentro de la casa por encima del hombro de Catalina y se llenó de nervios.
—Está por ahí, le dijo, y colgó, por fin, la camiseta para luego acercarse a ella limpiándose las manos como un maniático perfeccionista.
—¿Quiere tomar algo?
—No, gracias, solo vine a saludarlos...
—Voy a buscar a Hilda, le dijo y salió gritando por toda la casa su nombre con una familiaridad que le alcanzó a chocar a Catalina:
—¡Amor!
Ya dentro de la casa, Albeiro le dijo muy asustado que a lo mejor estaba en la tienda y no pasaron cinco segundos antes de que doña Hilda apareciera en la puerta. Catalina se quedó pasmada al verla y ella sintió alegría y vergüenza al mismo tiempo. Doña Hilda estaba embarazada. El feto tenía cuatro meses de gestación y ya estaba obligando a su mamá a ponerse vestidos de maternidad, uno de los cuales, el rojo, el que llevaba puesto ese día, había sido estampado por Albeiro con un letrero a la altura de la cintura que decía: ¡Apúrese pues parcero que lo estamos esperando!
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Sin Senos No Hay Paraíso
RandomA sus trece años, Catalina empezó a asociar la prosperidad de las niñas de su barrio con el tamaño de sus tetas. Pues quienes las tenían pequeñas, como ella, tenían que resignarse a vivir en medio de las necesidades y a estudiar o trabajar de mesera...