En el café Martán, al otro lado de la ciudad, Yésica, se encontraba hablando por teléfono con Marcial mientras esperaba a Catalina que ya presentaba un retraso de veinte minutos en su cita. Cuando su esposo la puso al tanto del suntuoso regalo estalló en carcajadas, observó el reloj, se asomó a la calle mirando hacia todas partes y se marcho convencida de que Catalina ya no llegaría a la cita.
Podría decirse que una sobredosis de silicona acabó con los sueños de una niña como Catalina, que se pasó toda su corta vida correteando a su esquiva suerte por cuanto recoveco encontró, para ponerse a salvo de quien, con sobrados méritos, tan poquito había hecho para merecerla.
Cansada de soportar tantas deslealtades, decepcionada de sí misma por haberse equivocado tanto, arrepentida por haber puesto a girar su vida en tomo a un par de tetas ficticias, hastiada del mundo y de tantas injusticias, odiando a su mamá, aborreciendo a Albeiro, detestando a Marcial, maldiciendo a Yésica por haberle terminado de poner el pie en el cuello cuando apenas estaba sacando la cabeza de un fango podrido, Catalina se mandó a matar. Algo así como un suicidio a domicilio.
Engañó a "Pelambre" haciéndole creer que era Yésica quien se encontraba esperando la muerte en el café Salento. Por
eso unas horas antes, en medio de un macabro ritual frente al espejo y llena de lágrimas en sus ojos, se vistió de muerte, con la chaqueta blanca, pantalón negro, bufanda rosada y zapatillas rosadas. Luego llamó a Yésica y la citó en un café de nombre Martán. Enseguida llamó a "Pelambre" y le dijo que a las dos de la tarde Yésica iba a estar sentada con un libro en el café Salento. Se limpió las lágrimas, tomó una Biblia que encontró en un cajón de la mesa de noche del hotel y se fue a cumplir su cita con el destino.
Desde el mismo café Salento, hizo la llamada en la que le dijo a "Pelambre" que Yésica ya estaba sentada en el lugar con tal y tal ropa y se puso a rezar. Nunca, durante su vida, mantuvo contacto con Dios, pero al escuchar el rugido de la moto en la que se aproximaban sus verdugos, empezó a rezar, se arrepintió de corazón por todos los errores y los pecados que había cometido y se puso a esperar la muerte con resignación mientras tachaba con rabia un salmo de la Biblia que hablaba del paraíso. A medida que el ruido de la moto se acercaba, Catalina recordaba con rencor o felicidad las escenas más connotadas de su vida mientras escribía con rabia la frase con la que tachó el versículo de Lucas.
De repente, escuchó el traqueteo del motor muy cerca de sus oídos y cerró los ojos. Sintió el abrazo hipócrita de su asesino, escuchó la ráfaga que viajaba hacia su corazón, empuñó la cara, soltó una sonrisa y se murió. Cayó al piso sonriente, esperando que la sangre saliera a borbotones y admirándose por la belleza del cielo. Dios y los jueces del karma la perdonaron, a pesar de todas sus equivocaciones, porque ellos saben que una niña como Catalina, sin padre, con madre ignorante, con hermano ignorante, con un novio complaciente y débil, que vivió en un entorno difícil, sin oportunidades de educación, sin oportunidades de empleo,
sin un sólo chance en la vida de salir de la pobreza, y con amigos como yo o como Yésica, no tiene, en lo más mínimo, la culpa de ser así.
El día que se mandó a matar, Catalina me llamó a las 11 de la mañana y me puso una cita. Quería decirme algo muy importante. La cité en mi apartamento y me impresionó la transformación que había sufrido en tan pocas horas. Ya estaba bañada y lucía prendas de vestir nuevas. Me dijo, con una pasmosa tranquilidad, que se iba a morir en tres horas y hasta me contó la estrategia, que me pareció bastante inteligente y audaz para una persona de su edad y de sus limitaciones culturales e intelectuales. Le dije, con la misma pasmosa tranquilidad, que no se mandara a matar, que lo hiciera ella misma. Me dijo que le daba miedo. Que el día anterior y luego de visitar a sus amigas de infancia en el prostíbulo donde trabajaban, cuando el desespero, la angustia existencial y la tristeza superaron sus ganas de vivir, se fue a parar en una de las barandas del Viaducto César Gaviria de Pereira y que nada. Que le dio miedo. "Esa vaina es muy alta y me dio culillo tirarme" me dijo muerta de la risa.
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Sin Senos No Hay Paraíso
RandomA sus trece años, Catalina empezó a asociar la prosperidad de las niñas de su barrio con el tamaño de sus tetas. Pues quienes las tenían pequeñas, como ella, tenían que resignarse a vivir en medio de las necesidades y a estudiar o trabajar de mesera...