Nunca supe para dónde se fueron Catalina y Yésica la tarde aquella cuando el celador de mi edificio les entregó las maletas en la portería. Lo cierto es que a los pocos días la suerte les cambió, más para mal que para bien, pero les cambió.
Estaban en la cafetería de enfrente de la clínica leyendo una revista de farándula cuando apareció el BMW 520 azul oscuro de Mauricio Contento entrando al parqueadero. Ellas saltaron de sus sillas muertas de la dicha, apuraron un sorbo de refresco que les quedaba y se angustiaron a pagar la cuenta, aunque con torpeza. Cuando atravesaron la calle, ya el seudoestafador médico estaba ganando la puerta del establecimiento. Gritaron como dementes esperando que él las escuchara, pero no fue así. Sin embargo, se introdujeron por asalto en la Clínica y empezaron a perseguirlo llamándolo con gritos espantosos, como si se estuvieran ahogando en el medio del océano y Mauricio hubiera pasado a lo lejos en una falúa diminuta. No valieron los reclamos de la recepcionista ni las amenazas del celador ni las miradas de fastidio de la clientela. Catalina y Yésica siguieron increpando al médico hasta que este apareció como si nada estuviera pasando. Como tenía clientes en la sala de espera, manejó el asunto con diplomacia, delicadeza y suma irresponsabilidad: —Ve y te alistas que te voy a operar... —le dijo con mucha seguridad a Catalina antes de que ella le reprochara en público las doce veces que le hizo el amor a cambio de nada. Agregó, que todo estaba bien, que no había pasado nada y que él acababa de llegar de su viaje. Que le daba mucha alegría verlas y que estaba a punto de llamarlas. La sufrida adolescente apenas podía creerlo y sólo atinó a abrazar a Yésica inmersa en la más profunda felicidad, tal vez la única que recibía en su corta vida:
—¡Marica, me va a operar! —le dijo casi con lágrimas en los ojos a su amiga que seguía celebrando como suyo el acontecimiento.
La recepcionista se aterró con la promesa del doctor Contento, pues sabía que Catalina no se había practicado examen preoperatorio alguno. Aún así la hizo seguir, más por secundar a su jefe en su necesidad de apaciguar el problema, que por convencimiento.
Diez horas más tarde, después de que el médico evacuó a todos sus pacientes, Catalina fue trasladada ineluctablemente al quirófano. Allí la estaba esperando Mauricio Contento. Lucía extenuado con su traje desechable color verde oliva y sus zapatos blancos. No sentía confianza en sí mismo, pero sabía que no tenía alternativas. Hacía lo necesario para mantener su imagen y hasta su salud física porque advirtió en la mirada de Catalina unos deseos inmensos de matarlo sin reparar en consecuencias. Catalina le preguntó que si la operación dolía, pero él no le respondió. Estaba preocupado porque no sabía si el organismo de Catalina era capaz de resistir la anestesia o si ella presentaba alergias a la penicilina o si padecía de algún tipo de diabetes que le impidiera a su sangre coagular a tiempo.
Por eso el anestesiólogo quiso salvar su responsabilidad por lo que pudiera pasar y renunció. Mauricio mandó a llamar a otro anestesiólogo amigo y le mostró la historia clínica de una paciente diferente que no presentaba resistencia ni incompatibilidades con la anestesia. Engañado, el profesional la durmió, literalmente a tientas mientras Yésica preguntaba en recepción cada 30 minutos por la salud de su paisana, pensando que si Catalina se moría tenía que devolverse sola para Pereira con el agravante de tener que darle la mala noticia a doña Hilda y a Albeiro quienes, para entonces, ya empezaban a pensar en serio en una vida marital juntos.
Pero si algo impedía a Albeiro dar rienda suelta a sus deseos era la aterradora idea de cambiar su calidad de novio de Catalina por la de padrastro. Lo cierto es que el disparejo y tórrido romance de Hilda con Albeiro crecía con los minutos y amenazaba con envolverlos en la turbulencia de un amor imposible con desenlace fatal. Y aunque Yésica ignoraba que con la mala noticia de la muerte de Catalina lo único que iba a lograr era la consolidación del romance entre el padrastro y novio de Catalina y su madre y rival, siguió sintiendo temor de dar la noticia por lo que incrementó la frecuencia y la cantidad de sus visitas a la recepción bombardeando a la secretaria con preguntas como éstas:
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Sin Senos No Hay Paraíso
De TodoA sus trece años, Catalina empezó a asociar la prosperidad de las niñas de su barrio con el tamaño de sus tetas. Pues quienes las tenían pequeñas, como ella, tenían que resignarse a vivir en medio de las necesidades y a estudiar o trabajar de mesera...