Supe su verdadera edad una mañana cuando el citófono rompió la calma del apartamento. El portero del edificio me dijo que un señor Albeiro Manrique me necesitaba. Le dije que yo no conocía a ninguna persona con ese nombre y volví a mi estudio donde me encontraba escribiendo una ponencia sobre la legalización del aborto. Al cabo de unos segundos el citófono volvió a sonar y el celador me dijo lo mismo pero agregó, que el señor Albeiro estaba insistiendo y que me mandaba a decir que si no salía por las buenas iba a entrar, de todos modos, así le tocara hacerlo por las malas caso en el cual él se vería en la obligación de actuar.
Enseguida me llené de nervios y pensé en dos posibilidades. La primera, que el tal Albeiro era un traqueto que venía a cobrarme la osadía de convivir con su novia. La segunda, que las autoridades acababan de descubrir algún escándalo en el que yo estaba involucrado y venían por mí con varios periodistas detrás listos a grabar la chiva. Cualquiera de las dos posibilidades me agitaba la adrenalina por igual por lo que corrí con miedo hacia el estudio y revisé un periódico que guardaba con celo para ver si ese nombre, Albeiro, aparecía en la lista de los narcotraficantes más buscados del mundo que manejaba la DEA. No encontré ese nombre en ella y la posibilidad de que vinieran a llevarme preso por prevaricato o, incluso, por corrupción de menores, creció.
En el primer caso recordé a mis electores aterrándose de nuevo por mi descenso moral y en el segundo a mis hijos. Qué pensarían cuando se enteraran que su padre estaba acusado de corromper a un par de menores de su misma edad. Enseguida tomé el citófono y le dije al portero, en voz baja y en secreto como si alguien me estuviera escuchando, que le dijera al señor Albeiro que yo mandaba a decir que no estaba. El portero me dijo entonces que el señor se encontraba calmado y que solo quería hablar conmigo a cerca de su novia, de Catalina. ¡Haberlo dicho antes! Albeiro era el famoso novio de Catalina, el mismo a quien ella engañó la madrugada del 19 de junio, un día después de cumplir los catorce años, haciéndole creer que era virgen.
Abrí la puerta y el tiempo se detuvo ante mis ojos para que yo lo comparara con el Albeiro que tenía en mente según el retrato que de él me hacía Catalina en sus innumerables relatos autobiográficos. Era un muchacho joven, como de unos 23 años, alto, flaco, mal vestido aunque él no lo sabía, peluqueado corto, cejas pobladas, sonrisa tímida y piel muy expuesta al sol. Traía un morral y olía a bus intermunicipal. Con su semblante entre pálido y verduzco se posó ante mí con cierto aire de suficiencia. Me miró con sus ojos tristes color miel y me extendió su mano áspera y descuidada para decirme con voz chillona quién era. Que perdonara el abuso, pero que estaba desesperado por verla y que había conseguido la dirección en un sobre del correo de los pocos que Catalina le mandó a su mamá. Le creí, lo hice seguir a la sala y se puso contento.
Empezó por agradecerme la hospitalidad que le brindaba a su novia y me dijo que no tenía con qué pagarme todo lo que yo estaba haciendo por ella, según comentarios de doña Hilda,
su suegra. Me dijo que Catalina no hacía sino hablar bien de mí y que se desbordaba en elogios ante su mamá por las cosas que yo hacía por ellas, cosa que me pareció injusta porque, con excepción de la primera semana, mis sonrisas estuvieron restringidas para ellas el resto del tiempo. Sin embargo, le seguí la corriente y me pareció justo, a pesar de mis ocupaciones, dedicarle un poco de tiempo a la persona por la que más sentía lástima en el mundo. Para entonces yo ya sabía de todas las cosas que él hizo por Catalina y, también de todas las cosas que ella había hecho en su contra.
Me dijo que amaba a Catalina y que ya no sabía qué hacer con ella. Que lo tenía hecho "una mierda", que le imponía condiciones, que él no le podía decir nada porque enseguida se enfurecía y amenazaba con dejarlo por lo que él terminaba callado, contemplándola en silencio, dejándose hacer y deshacer a su antojo por el miedo de perderla, dejándose arrastrar al delicioso abismo de la esperanza. Yo le dije que se estaba engañando. Que esa no era una forma normal de amar a alguien y que la sentara y le pusiera los puntos sobre las íes o terminaría loco. Me dijo que si me tomaba algo porque necesitaba desahogarse y yo acepté. Al rato volvió con varias latas de cerveza y cuando destapó las primeras me pidió que le contara dónde estaban ellas, cómo se comportaban conmigo y que si yo sabía dónde trabajaban. Muchas preguntas simultáneas e imposibles de responder. Por eso le insinué que esperara hasta la noche para que ellas mismas contestaran sus interrogantes.
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Sin Senos No Hay Paraíso
CasualeA sus trece años, Catalina empezó a asociar la prosperidad de las niñas de su barrio con el tamaño de sus tetas. Pues quienes las tenían pequeñas, como ella, tenían que resignarse a vivir en medio de las necesidades y a estudiar o trabajar de mesera...