Catalina se enteró con envidia sobre los progresos de Yésica frente a los capos más importantes de la mafia, pero recobró un poco la esperanza cuando esta le dijo que el fin de semana siguiente "los Tales" como llamaba a los narcotraficantes en clave, iban a celebrar una fiesta de grandes magnitudes para la cual solicitaron, 10 niñas entre las que iba a estar ella. Pero una vez más la suerte jugó en su contra ya que el día anterior a la fiesta y después de que Yésica le había comprado una muda de ropa costosa, pero estrafalaria, se enteró de su embarazo. Iba a dar a luz un hijo de "Caballo", o de alguno de sus amigos. Pensó con rabia que era lo único que le faltaba y se puso a llorar por enésima vez.
Cuando fue a buscarlo para pedirle que respondiera, al menos con el dinero para el aborto, se encontró con que la Finca en cuya caballeriza concibió con odio su primogénito feto, no era en verdad de Mariño, como él lo aparentó para presumir de traqueto poderoso, sino que pertenecía a una familia de cafeteros caídos en desgracia que la arrendaba los fines de semana para pagar, al menos en parte, el mantenimiento de la misma. Desde luego, "Caballo" tampoco estaba allí y decidió resolver el problema sola, además, porque sabía que el mentiroso
guardaespaldas le pediría que le demostrara que el padre de la criatura era él y no alguno de sus amigos, por lo que ella tendría que matarlo sin atenuantes.
Durante largas noches caviló la decisión con ideas locas y absurdas. Pensó en tener el hijo, pero se detuvo ante esa posibilidad cuando calculó que iba a perder a Albeiro, y cuando supuso que, con un hijo, su cuerpo se iba a desdibujar y la ilusión de convertirse en la novia de un "traqueto" se tomaría más utópica aún. Pensó engañar a Albeiro adelantando la noche de sexo por ella tantas veces prometida y por él tantas veces esperada, para embaucarlo al cabo de siete meses cuando su hijo naciera, "antes de tiempo", pero se asombró de su propio cinismo. Pensó que Albeiro no había hecho méritos suficientes como para merecer criar, durante 20 años, un hijo que no era suyo, al cabo de los cuales este se levantaría contra él, cogiéndolo a patadas cuando el pobre y débil Albeiro intentara ejercer su autoridad de padre fracasado.
Descartó una a una todas las posibilidades que se cruzaron por su mente, incluida la de perderse nueve meses del barrio, entregar en adopción o vender a su hijo y volver como si nada con el cuento de que estaba estudiando en Manizales donde vivía en casa de un tío materno. Al final, Catalina pensó como el común de las niñas del colegio cuando quedaban embarazadas.
Sin más remedio, sin pensarlo mucho, abortó. Malparió el hijo que esperaba con el dinero que le regalaba Albeiro, para sus "cositas", y que ahorró con mucho juicio, dejando incluso de tomar el bus, pues Yésica ya le había averiguado que el asesinato de la criatura costaba 200 mil pesos. Desde la noche anterior al infanticidio tomó leche en cantidades, tal y como se lo recomendó el falso médico cuando fue a dejarle los 100 mil pesos de adelanto por el "trabajo". El día del
aborto se escapó del colegio, uniformada y con sus libros a la espalda, para someterse a la terrible tortura de matar al hijo de "Caballo" que crecía bajo la pretina de su uniforme azul con cuadros blancos. El tegua no salía de su asombro al ver sobre la silla de torturas a una niñita de su edad con algunos asomos de cambios físicos propios de la pubertad, pero pudo más su ambición que cualquier otra consideración y procedió a desvestirla y a encender luego el succionador. La brutal masacre duró 15 minutos.
Yésica la recibió con su cara pálida y de acontecimiento en la sala de espera de la clandestina clínica y se la llevó para su casa en un taxi. Lucía un poco desparpajada, no tenía remordimientos, no sentía culpa, no sentía duelo, no sentía nada. El hijo de "Caballo" se quedó masacrado en el frasco del succionador y en el mismo instante en que ella miraba la ciudad por los ventanales del taxi, la criatura, o bueno, lo que quedaba de ella, era arrojada a una caneca de deshechos clínicos cuyo contenido, iría a parar en la noche y de manera irremediable, al lecho de un río donde ya no se sabía si había más mierda que fragmentos humanos o campesinos consumiéndolos desintegrados en sus calderos.
Llegaron a casa de Yésica y le contaron a su mamá que a Catalina la habían sacado del salón de clases por encontrarse mal de salud. Yésica la cuidó con caldos de paloma, huevos de codorniz, malos consejos y cerebros de pescado hasta que llegó la noche y con ella el momento de regresarla a su casa.
Albeiro la estaba esperando con la cara torcida y los brazos cruzados, pero al verla demacrada y triste, negoció su ira para no echar a perder una propuesta que le traía con la factura original de la compra de un colchón y una solicitud de arrendamiento que esperaba llenar si ella le daba el sí para
irse a vivir con él. Pero Catalina llegó demasiado débil por lo que la exhibición de motivos quedó aplazada para otro día. Doña Hilda se preocupó mucho y aunque sospechó algo, le pidió perdón a Dios por ser tan mal pensada y dudar de su hija que apenas era una niña. Catalina pidió que la dejaran descansar y doña Hilda se llevó a Albeiro para la cocina.
—Camine me acompaña a calentar la comida, mijo, —le dijo con amabilidad mientras Albeiro se despedía de Catalina con un beso en una esquina de la boca pues ella volteó la cara cuando el quiso estampar sus labios sobre los suyos.
Ya en la cocina, Albeiro reafirmó su gusto por doña Hilda que esa noche vestía un pantalón blanco ceñido al cuerpo que le hacía resaltar más su digno trasero para una mujer de 38 años. Albeiro, que no dejó de mirarla un instante se cuestionó con dudas sobre su amor por Catalina, pero se justificó pensando que su amor era tan grande que abarcaba las raíces ancestrales de su novia o que, simplemente, su pasión por ella era un cáncer incurable que estaba haciendo metástasis en su madre.
Cuando Catalina cumplió en secreto 30 de los 40 días de dieta sugeridos por el tegua que le practicó el aborto, quiso volver al Colegio para retomar su ilusión de llegar a ser alguien en la vida, pero se encontró de sopetón con Yésica. Advirtió en su rostro la creencia de poseer la solución a sus problemas, pero la escuchó sin mucho entusiasmo. En efecto, Yésica tenía la solución a los constantes fracasos de su amiga. Le dijo que el fin de semana siguiente, los "duros" iban a celebrar el cumpleaños de Morón en una finca y que le habían pedido 60 mujeres, dos para cada uno de los 30 invitados y que le parecía imposible que "todos los 30 hijueputas" la fueran a rechazar.
Catalina recordó que su vientre lucía desafinado por el embarazo, que las raíces de su cabello estaban negras, que su estima andaba de viaje y que sus glúteos ya no lucían templados como antes, por lo que rechazó la oferta. No quería volverse a ilusionar. Yésica le insistió asegurándole que esta era la oportunidad de su vida y que no podía abandonar sus sueños jamás. Que reviviera, que se levantara y que se diera otra oportunidad. Sin más remedio, aunque pesimista, Catalina decidió competir en desventaja con las otras 59 mujeres que, seguramente, lucirían despampanantes ese día y aceptó la propuesta de Yésica. Decidió incrustarse a la brava en un mundo que le parecía esquivo. Con la autoestima en el piso, pero queriendo rescatar su sueño de las cenizas, Catalina zarpó, el sábado siguiente, hacia el prólogo de su verdadera historia.
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Sin Senos No Hay Paraíso
RastgeleA sus trece años, Catalina empezó a asociar la prosperidad de las niñas de su barrio con el tamaño de sus tetas. Pues quienes las tenían pequeñas, como ella, tenían que resignarse a vivir en medio de las necesidades y a estudiar o trabajar de mesera...