II

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No recuerdo el nombre del conde, pero sí el del guardabosques: Miguel «el guarda». Con ese nombre y mote incluido le conocían. Yo era un niño, Pablito. Aunque no tengo muchos recuerdos de aquello. A mis casi noventa años la memoria suele fallarme de vez en cuando, ja, ja, ja.

—Sigue, abuelo —pedí mordiéndome las uñas.

—Espera, espera. Tengo que aliviarme la garganta.

Bebió un sorbo de coñac, carraspeó y humedeció sus labios bajo el poblado bigote de color blanco.

—Mi abuelo solía contarme que Miguel «el guarda» trabajaba por los aledaños del pueblo poniendo trampas para el señor conde. Lo acompañaba en sus cacerías. El noble estaba obsesionado con un ciervo que portaba una cornamenta de catorce puntas. Quería matarlo como fuere, lo deseaba. Miguel lo acompañaba en los días de cacería, cargaba el arma, la transportaba; guiaba al conde por donde el animal había pasado. El guarda conocía muy bien las huellas de los animales del bosque. El noble, su amo, era el único humano con quien Miguel hablaba. El resto del tiempo lo pasaba trabajando en la cabaña y revisando las trampas.

»Para ponerte en situación, debes saber, si no lo sabes ya, que en esta región la gente es muy supersticiosa. Creen en seres malignos y en espíritus que vagan aplacer por estos bosques. Yo tampoco creería si no hubiera visto con mis ojoslo que uno de esos seres le hizo al cura del pueblo.

El guardabosquesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora