I. Insignificante

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Eran épocas de guerra. En la radio y en la televisión los locutores y presentadores se desgañitaban hablando de la grandeza de nuestra nación, recordando a los guerreros de antaño, alabando su valor, ensalzando sus hazañas, creando una falsa atmosfera de esperanza creciente encima de las miles de vidas y sueños acribillados, mutilados y carbonizados. Una esperanza inexistente con la que empujaban a las generaciones jóvenes a apilarse a las puertas del ejército, implorando servir a su país y convertirse en héroes de leyenda, sin estar listos para la realidad, para ser carne de cañón.

En la grandes ciudades, en Tokyo y Yokohama, la gente desaforaba, en las esquinas de los bares, en las mesas de cafetería y en los bancos de los parques; cuchicheando sobre infiltrados, rebeliones, triunfos, perdidas, traiciones, aliados, agentes dobles y conspiraciones, suponiendo lo mejor y lo peor, confiando a ciegas en fuentes variadas y de credibilidad cuestionable. Había quienes se aferraban a una boya en el mar tormentoso queriendo convencerse de ver tierra o cielo despejado en un horizonte negro; y había quienes preferían no pensar más que en desgracia y no tener fe.

O eso contaba mi padre que pasaba. Lo decía con una gran sonrisa que hacía ver a la guerra como un juego lejano y sin importancia, y a las preocupaciones como tonterías. Mamá lo mandaba a callar sirviendo la cena, y en su lugar colocaba en la mesa el día a día del pueblo, de la cotidianeidad de una zona rural en lo boscoso de las montañas de Kanto. El trabajo de mi padre, oficial a cargo de la pequeña base del pueblo, era relegado por charlas de campo y el chisme.

Yo reía. Yo era feliz. Lo fui hasta que, sin oír aviones enemigos, sin que invadieran las casas y calles como temían los paranoicos, Japón pisando la delgada línea que separa al triunfo de la derrota; la guerra me cobró su cuota por haber nacido en esta, su época. No fue titular en el periódico. No fue nada, sólo el acabose para mí mundo.

Eran épocas de guerra donde cada cosa y cada quien debía servir, donde se promovía la austeridad para pagar las armas y municiones, y donde lo inútil era desechado.

De la noche a la mañana pasé de ser el hijo de un padre y una madre, una razón para que dos adultos se esforzaran en trabajar, a una carga para el pueblo. Medio bueno para nada, sin familia, ni esperanza, consumido por la pena. Huérfano.

En la ciudad, la etiqueta me habría valido, hijo de familia corriente, días de hipocresía y un pase directo a las calles y las bandas, o a los burdeles de la zona roja. Hijo de familia corriente en un pequeño pueblo, me valió un grado de compasión con el que los ancianos, los jefes, meditaron sobre mi caso y en qué podía ser productiva un alma sin don ni nadie.

El día que me dieron la noticia de la suerte que correría, había pasado una semana y media del funeral de mis padres. Tenía los ojos rojos por las noches de insomnio y llanto, que por la mañana ocultaba en una actitud taciturna y serena, yendo y viniendo de la escuela con normalidad, o más bien, queriendo que esas idas y vueltas significaran eso. Negaba que mis días cambiaron por completo, y que lo normal era lo nuevo, lo triste y deprimente de llegar a una casa vacía de una escuela en la que mis compañeros me evitaban. Parecían temer que la muerte se me hubiera pegado a la piel como una enfermedad contagiosa, y preferían mantenerme en una cuarentena donde fingían no verme, no oírme, no hablarme.

A su manera, estaba bien así.

Los cuatro ancianos que lideraban el pueblo tocaron a la puerta, pasaron con ofrendas de comida y bebida que repartieron entre el altar a los difuntos —encendiendo varas de incienso y ofreciendo oraciones— y el huérfano. Luego hablaron. Hablaron mucho de mi padre, de mi madre, de mis abuelos, de sus expectativas y de su descanso eterno. Al no ver reacción mía, supieron que lo mejor era ir al grano.

Cuatro días después, partí.

Los campos de arroz separaban las casas por grandes espacios en el pueblo, añadiendo al significado de la palabra "vecino" una distancia mayor de la que cualquier citadino imaginaría. El pueblo se encontraba entre arrozales en una larga planicie cercada por un bosque que subía hacia las montañas, a donde raras veces se internaba los pobladores. La gente respetaba la tierra de los espíritus de la naturaleza, a fin de no perturbar su calma y granjearse su furia. Por eso, para mí fue tan maravilloso como aterrador el internarme con un guía en las montañas con el alba despuntando.

El hombre de mediana edad era el panadero local que cada semana recorría el trayecto llevando una carga de provisiones, una novedad para mí. Hablaba poco, cargaba mucho, avanzaba rápido y refunfuñaba por lo bajo cosas ininteligibles. Compartiendo un fardo de su carga, trataba de seguirle el paso, lento y constante.

A la primera hora de andanza, rodeado de más árboles de los que jamás había visto juntos, con la sensación de que era imposible orientarme en tanto verdor, pregunté si faltaba mucho. El hombre se giró, bajó la vista a mis piernas, que lucían delgadas por el pantalón corto y formal que vestí para estar presentable. Frunció el ceño y dijo: "ni para caminar".

Lo entendí de inmediato. No tenía derecho a cuestionar, a esperar que entendieran mi cansancio o limitaciones, ni por mi edad ni por mis padres. Para él, para ellos —el pueblo—, era un "ni", ni para esto ni para aquello, inservible, innecesario, carga en época de guerra. Insignificante. De pronto las risas, las noches de desvelo estudiando, las bromas, los amigos, cada aspecto y vivencia hasta mis dieciséis años, perdió peso, haciéndose ligero y banal, hoja seca y quebradiza en el viento de otoño.

Continuamos hasta que el sol de mediodía nos quemó las cabezas atreves de la copa de follaje.

El tenue sendero que el panadero seguía en el bosque decantó en una vereda amplia, el medio de piedra arado por los cascos infrecuentes de caballos, y los costados con recortes de sotobosque. Cinco minutos más de trayecto y una casa, que fundía el estilo tradicional europeo y el japonés, apareció. Mezcla de madera y ladrillo, sencilla y elaborada, de colores vivos y recatados. Dos escalones llevaban a un porche amplio, adornado con decenas de macetas y dos mecedoras a la izquierda de la puerta. A un lado de sus tres pisos, el violeta de las flores de un árbol de glicina acariciaba las maderas. Una casa de ensueño, pese a la fachada descuidada.

El panadero dio la indicación de quedarme a los pies de los escalones. Subió. Tocó a la puerta y un hombre apareció con una taza de té en manos. Era joven, en la veintena de edad. Lucía una tez pálida y demacrada, con múltiples vendajes bajo la ropa tradicional japonesa —kimono y haori— de colores mates y oscuros, cabello rebelde café. Sus ojos, dentro dieron la impresión de un tono avellana, y en cuanto cruzó el dintel, un rayo oblicuo de sol los tornó, por un fugaz instante que incluso tildé de mi imaginación, carmesí.

Quien me traía y con quien iba a quedarme sostuvieron una charla corta. Varias sonrisas despreocupadas por parte del segundo, y mal humor compaginado con recelo del primero. El panadero finalizó la conversación descargando las provisiones a un costado de las mecedoras, y sin despedirse se marchó.

El hombre extraño me sonrió. Tragué saliva al sobrevenirme una oleada de calor que inició en mi pecho.

—Atsushi Nakajima, ¿cierto? —preguntó, voz traviesa y gruesa de una deidad de templo.

Asentí inmóvil.

—¿Te quedarás ahí o vas a pasar? —entró en su casa tras remarcar el gesto, tal vez amable o tal vez burlesco.

Miré atrás, comprobando que el panadero se iba, llevándose consigo lo restos de la conexión con la vida que perdí cuando mis padres murieron, cuando la guerra vino a pasar cuenta, cobrándose con mi felicidad una pelea que creí ajena.

Volví la vista al frente, a mi nuevo hogar, en el que mis escasas pertenencias enrolladas eran insignificantes como yo, como el huérfano sin objetivo al que pueblo encomendó una tarea donde no estorbara, donde no fuera recuerdo de la fragilidad de su existencia.

En esa casa escondida de la civilización, sería el sirviente de Dazai Osamu, figura importante entre los adultos, misterio para un joven de mi edad. Alguien que me marcaría de formas que me harían pedazos...

. . .

Notas:

Mi primer Dazatsu en long-fic.

¡Que nervios!

Glosario

Kimono: vestido tradicional japonés, de uso común hasta los primeros años de la posguerra, con variantes masculinas y femeninas.

Haori: chaqueta larga que se usa sobre el kimono.

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