II. Remordimiento

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Mientras al anochecer la luna depositaba un beso de buenas noches en mi frente, el sol me cegaba al amanecer, en una habitación más grande que la sala de la que alguna vez fue mi casa, recostado en una cama en la que, acostumbrado a la solidez del futón, me costó dos semanas conciliar un sueño reparador. La cama no había sido el único cambio experimentado, y no era la única razón del insomnio y el sueño irregular; siendo, por mucho, el más insignificante de la lista que creció en los días siguientes a mi llegada a la casa de Dazai-san.

Los ancianos del pueblo me enviaron ahí a ser el criado de aquella persona de extrañas costumbres. Algunas sombrías, otras sólo extrañas. ¿Por qué?, por horas medité queriendo darle sentido a mi labor. No había nada.

Dazai-san era algo parecido a un invitado indeseado en los límites del pueblo, impuesto por el gobierno, del que tenían que hacerse cargo llevándole provisiones semanales. Problemático. Enviarme no cumplía con ninguna labor con la que estuvieran comprometidos, era la mera excusa que justificaba despachar al sobrante a un lugar indeseado.

Vistiendo pantalones cortos de tirantes y camisa blanca, a diario bajaba a una hora que mis padres hubieran agradecido. Entraba en la cocina a la que me acostumbré más rápido de lo que hubiera querido, preparaba té, y sacaba polvorientos libros del estante junto a la puerta batiente, dispuesto a experimentar con recetas de platillos que ni siquiera pensé que existirían. Al inicio mis dedos acumularon tantas quemadas y cortes, que ya no había donde apilarles banditas. A la tercera semana no era un maestro cocinero, pero los accidentes disminuyeron. Me volví diestro esquivando el filo del cuchillo y las lenguas del fuego.

Servía el desayuno en la mesa principal y corría a buscar a Dazai-san.

Jamás supe a qué hora se despertaba o si dormía. Al llamarlo, Dazai-san se encontraba o regando el patio trasero o metido en algún libro en el estudio, despejado como quien lleva horas despierto, y al interrumpirlo me entregaba una sonrisa de buenos días. Esa sonrisa que decía más que todo y nada.

—¿Es hora?

Yo asentía y de inmediato me seguía.

En el camino hablaba de plantas, del clima, de animales, de dulces, y de vez en cuando de historia o países, y en esos temas intrascendentes rebelaba una pizca de un conocimiento mayor (¿quién era en realidad?).

Desde mi llegada Dazai-san no me trató como a un criado, pese a ser presentado de ese modo por el panadero en el mensaje enviado por los ancianos. No. Él me trató como a un invitado, o incluso como a un compañero por quien esperó.

A mi silencio triste e inseguro, desganado y con miedo, al cruzar la entrada, él respondió paciente, mostrándome la casa del sótano al ático, del porche delantero al jardín trasero y su covacha. Habló hasta secársele la boca. Comimos el bento enviado por la mujer del panadero, que acertadamente creyó que sería útil. En la cena Dazai-san carbonizó pan en la tostadora y reí.

Me avergoncé al hacerlo, me sentí vulnerable ante aquel hombre del que no sabía más que su nombre, y él lo comprendió.

Tendiéndole un pañuelo a mis repentinas lágrimas, dijo:

—Llora si es lo que necesitas. No reprimas nada. Sácalo con todas tus fuerzas, y cuando estés listo haz lo que quieras.

Esa noche y al día siguiente, fui un niño mimado que se encerró en su habitación, enojado con el mundo y desquitándome con Dazai-san al no dirigirle la palabra. El hombre llevó a la puerta galletas, fruta, sándwiches, té y leche. A los pies de la puerta formó un altar. Tocaba a la puerta, dejaba la ofrenda, se iba.

Sin embargo, la mañana del tercer día su paciencia se agotó, su preocupación hizo acto presente, o ambas. Abrió con una llave que no sabía que tenía en su poder. Tiró de las sábanas de la cama en las que ovillaba, y con una fuerza que no hubiera imaginado en un cuerpo que lucía enfermizo, me alzó en su hombro llevándome al baño, desoyendo mis refunfuños y quejas.

ButterflyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora