Las cartas dejaron de llegar a la partida del teniente.
El panadero del pueblo siguió trayendo la comida en raciones escasas durante medio año, pegados a sus fardos un par de noticias. Hablándome por lástima, al verme solo y arrumbado lejos de cualquier contacto humano, me enteré que perdíamos y aun así el héroe de Japón (el apodo de Dazai), seguía luchando, valiente y bravo, al frente.
Información escasa que desapareció a la muerte del panadero de un infarto.
Sus hijos se turnaron la labor de proveer al indeseado en la montaña. Ellos no hablaron conmigo, presiento que me culpaban en cierta medida del fallecimiento de su padre.
El mutismo de los meses siguientes fue una tortura peor que el silencio previo a las cartas. Y sí apenas sobreviví en esos tiempos, hacerlo para los siguientes resultó un milagro que aún no me explico.
Quizás exagero. Tenía las cartas. Esas voces lejanas me mantenían cuerdo leyéndolas a diario. Jugaba con la cronología, las repasaba por categorías (viajes en tren o en barco, campamento, extranjero, etc.) o tomaba una al azar, y me sentaba en el porche o frente a la chimenea a fingir leer.
Me había aprendido letra a letra, doblez a doblez, las cartas.
Por las noches recitaba en mantras los relatos de Dazai, fingía platicar con él o hundía mi nariz en el colchón que ya no conservaba su aroma, sin dormir. Cerraba los ojos y en la oscuridad de mis parpados proyectaba recuerdos, de los inicios hasta sus manos tocando mi cuerpo. Mordía mis labios, evocando su tacto y su aliento, sus besos húmedos, su gemidos, sus movimientos dentro y fuera de mí. Jadeaba simulando tenerlo.
Terminaba el placer fugaz y lloraba al ser incapaz de abrazarme a su pecho, de entrelazar nuestras piernas y escucharlo decir mi nombre.
Una noche del otoño siguiente, cumplido un año de que se marchara, tendido bocarriba, tras soñar despierto con él, vi una mariposa negra posarse en la almohada a un lado de mi cabeza. La observé por el rabillo, las ojeras del insomnio crónico enmarcándome los desvelos. No me pregunté cómo entró a la habitación cerrada... y caí dormido.
No soñé, sólo me levanté al atardecer del día siguiente. Sentía el cuerpo ligero. Descansé tanto y tan bien que el aroma proveniente de la cocina —arroz, té y pescado— no activó ninguna alarma inmediata en mi cerebro, sino pasado un rato considerable. En cuanto lo percibí salté de la cama, advirtiendo que alguien me cobijó. Descalzo corrí, sin reconocer la esperanza empujando las zancadas, guiado por un mero impulso, una básica necesidad de amor.
Llegué a la cocina, crucé la puerta y vi al teniente sirviendo la mesa.
—Si no despertabas en unos minutos más, tenía pensado ir a sacarte de la cama a patadas y después llevarte al médico.
Contuve mi decepción, enmascarándola en una sonrisa nerviosa. El teniente Kunikida lo notó. En vez de apuntar cáusticamente a eso, señaló la silla indicándome que me sentara.
Di las gracias, bien entrenado por su estancia anterior, y pregunté:
—¿Cuándo llegó?
—A primera hora.
Explicó que estuvo gritando, y dio conmigo en la habitación de Dazai, negándome a abrir los ojos.
Pese a lo golpeado de sus palabras reparé en restos de preocupación. Me disculpé y cenamos en silencio, evadiendo dudas, preguntas y, sobretodo, la guerra. Verlo vivo en ese momento me hizo feliz, hasta que los plato se retiraron, lavaron, secaron y ordenaron.
—La guerra terminó —empezó a decir el teniente al cerrar la llave del fregadero, apoyándose en el borde—. Perdimos.
Lo imaginaba.
La boca se me secó, a pesar del té de recién. Un zumbido apareció al fondo de la conversación. Mis manos aumentaron su humedad. Respira despacio, me dije. Hazlo, me ordené exigiendo paciencia, o más que exigiendo, rogando no apresurar la desgracia que adivinaba.
El hombre se dio la media vuelta.
—No volverá.
Por encima del ensordecedor zumbido lo escuché. Una rama del árbol de glicina rozaba, con el impulso del viento proveniente del este, la fachada de madera del segundo piso. Producía un bisbiseo particular y sombrío, inaudible durante el día por los diversos ruidos de la actividad diurna encubriéndolo, distinguible en las noches y en el infortunio.
Cuando Dazai estaba en casa en varias ocasiones me pregunté si el árbol no era en realidad una entidad, criatura de muerte susurrando las veinticuatro horas del día en su oído los secretos de la otra vida, incitándolo a ahogarse en la pena, a sucumbir —tarde o temprano— a la tentación del suicidio.
La rama rozó la madera, escribiendo voces delgadas y finas, despiadadas y penetrantes, que cayeron en mi corazón, mi alma y mente. Diminutos demonios encomendados a torturarme, a hacerme perder la razón y matarme de dolor.
Esos demonios de glicina y del inframundo, me arrojaron a un oscuro agujero del que hubiera deseado no haber despertado jamás.
. . .
Notas:
¿Podría decirse que pasó esto?
En serio, lo lamento mucho, creo que debo miles de disculpas, y por eso mismo he de culpar (?) a la persona a la cual está dedicado este fanfic. Verán, a ella le encanta la crueldad, y me pidió una historia así de "rompe corazones"... pero, yo no puedo sólo hacer finales así. Por eso les voy a pedir que me permitan tratar de sanar sus corazones en el último capítulo (que publicaré o mañana o pasado mañana, pero antes de lo usual), aunque sea un poquito... tal vez.
Gracias por sus comentarios y votos. Les juro que me he quedado sorprendida por el recibimiento que ha tenido el fanfic.
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Butterfly
FanfictionEn esa casa escondida de la civilización, sería el sirviente de Dazai Osamu, figura importante entre los adultos, misterio para un joven de mi edad. Alguien que me marcaría de formas que me harían pedazos...