VII. Cartas

906 173 41
                                    

Mientras al anochecer la luna me daba las buenas noches, el sol me cegaba al amanecer, en una casa que sentía más grande y gélida de lo que era en realidad.

En las mañanas seguía la rutina. Al inicio, en automático preparaba el desayuno para dos, e incluso corría al estudio o al jardín esperando encontrar a Dazai refugiado en un libro, o regando la hilera de campánulas que se resguardaban junto a la casa, y los arbustos de azaleas y peonías. Una vez me sorprendí regañándolo a gritos en los pasillos, por hacer oídos sordos a mis avisos del desayuno. Esa ocasión lloré hasta el anochecer.

De tarde abría uno de los libros de los estantes. Leía frente a la chimenea o en el porche, con una taza de té, y trataba de evocar —sin ser absorbido por el deseo y el dolor— las memorias de esos momentos compartidos, como maestro y alumno, dos seres apartados de la sociedad en lo profundo de las montañas, rodeados de bosque y ajenos a la guerra. Lo lograba unos segundos y enseguida las páginas se transparentaban con mis lágrimas. Una tortura a la que me sometía constantemente queriendo acostumbrarme pronto a su ausencia, agobiado por la pena.

Al llegar la noche los grillos guardaban silencio, y en esa inusitada calma en la montaña, sin cigarras, me atormentaba aguzando el oído.

Ansioso apretaba mi pecho, aguardando quieto, en la oscuridad dentro de una habitación o de fuera, oír el clamor de la batalla, los estallidos de las bombas, el surcar de aviones, el trote acelerado de la caballería armada o el choque de espadas. Por fortuna nunca pasó. Por desgracia... nunca pasó.

Haber visto envuelta la montaña en las lenguas amargas y violentas de la guerra, me habría dado la oportunidad de verlo, de comprobar que estaba bien, que seguía vivo.

Así pasó al morir mis padres.

Por las noches me recluía en una esquina abrazando mis rodillas, y fingía escuchar el sonido de las ametralladoras que cegaron sus vidas al volver de una fiesta en casa de un amigo.

La imaginación se convirtió en mi terrible aliada en la soledad, en una época cruel que les arrebataba, al niño que fui, su infancia y familia; y al adolescente, la ilusión de su primer amor.

Sentando en el borde de la locura tras medio año de aislamiento, oí un caballo. Detuve los pasos que de inmediato me condujeron a la puerta principal, haciendo un esfuerzo por no caer en la desesperación y rendirme ante lo que podría ser una alucinación.

Enterré las uñas en la madera de la puerta, paciente hasta agotárseme la calma, y corrí sin estar seguro de que no era mi mente cayendo en la demencia. Salté los dos escalones del porche, acelerando por la vereda, entornando la mirada para distinguir en las sombras de los troncos apretujados de los árboles a quien se aproximaba.

Dazai, Dazai, ¡Dazai!, rogaba, lo llamaba e imploraba.

En un árbol el camino dio una vuelta.

El caballo viró ignorando mi presencia. El jinete se vio obligado a tirar de las riendas evitando pasarme por encima, colocando al hermoso alazán en sus dos patas traseras, perturbando con su relinchido el bosque.

De la impresión, caí de sentón en la dura tierra y piedras, raspándome las palmas.

—¿Mocoso? —la pregunta, combinación de autoridad, sorpresa, alivio y regaño, desmontó a la par del teniente Kunikida.

Negándome a aceptar la realidad, me levanté y busqué a un segundo jinete, un segundo caballo. Traté de ver más allá de la calma instaurada en el cese del trote del corcel. La decepción precedió al miedo y las dos me hicieron caer de rodillas.

Estaba solo en esa montaña, y temía que la presencia del teniente me notificara que por segunda vez estaba solo en el mundo.

Una cualidad negativa de la mente humana es que solemos pensar en extremos, sin escalas de grises entre una opción y otra. O todo es bueno o todo es malo. O somos excelentes o somos lo peor. O son enemigos o son amigos. O el trote de un caballo anunciaba la vuelta de Dazai o su muerte. No puntos intermedios.

En la casa, una taza de té en mano, preparada por aquel serio hombre de cabello rubio y sentado en la sala, atendí una opción no contemplada en mi ansia.

Dazai estaba bien.

Para ese día guiaba a un escuadrón especial embarcando hacia Hokkaido, cuyas playas preveían recibir la visita de un batallón enemigo. En vista de que su ausencia se alargaría, pidió que uno de sus mejores hombres permaneciera como mi escolta. El hombre era Kunikida, que no muy alegre por la idea, cargando un paquete repleto de gruesas cartas escritas por su capitán, se disponía a cumplir, por su honor, la nada elegante consigna de niñero del amante.

Dando una escueta disculpa por las molestias que Dazai le causaba, me apresuré a tomar el fajo de cartas de manos del teniente. El grueso de las palabras me devolvía una alegría parcial.

Veloz, di al teniente un recorrido y le indiqué el cuarto que podría ocupar. El mío. Desde la partida de Dazai me había mudado a su habitación, asiéndome a los rastros de su aroma, a los vestigios de su presencia calados en las sabanas.

Dije que la cena estaría lista al atardecer, corrí a encerrarme con las cartas, a leer a consciencia cada palabra, pensamiento y relato.

En el papel, impregnado de un vago olor a pólvora, escrito cerca de la muerte y la violencia, no había ni sombra de la pesadilla que vivía el país. En las oraciones desplegadas cual ramos de glicinas, hablaba un corazón rebosante de alegría que se refugiaba de los horrores de la guerra en el crujir de sus cartas, vertiendo en ellas un sentimiento que en el campo de batalla no tiene lugar. Esa calidez que no encajaba con la sangre y la destrucción de la katana envainada en su cintura, y el revolver en sus manos, la recibí a gusto para protegerla.

Leí y leí, cambiando de posición y de sitio. De la cama al alfeizar de la ventana, del alfeizar al escritorio, del escritorio al suelo, del suelo al sillón, del sillón de vuelta a la cama. Leí hasta que tocaron a la puerta.

El aroma de huevo y té cruzaron la puerta sin mi permiso. Mi estómago gruñó, separando mi mente del mundo de Dazai, devolviéndome a la casa en las montañas.

—¡La cena! —exclamé nervioso.

El teniente entró con una charola.

—Noté que lo olvidaste —el tono fue de ligero reclamo encubriendo comprensión, depositando la charola en el escritorio.

Sonrojado, agradecí. El hombre colocó los puños en la cintura soltando un suspiro.

—Eres inmaduro y descuidado.

Los adjetivos me cayeron encima. Un leve punzar de una venita en la sien cuestionó el motivo de sus insultos, sin atreverme a hacerlo de forma directa. Me intimidaba el teniente, no por su rango, sino por el aura severa e inflexible que emanaba.

—El imbécil del capitán me advirtió que no me atreviera a tocarte ni un pelo —se explicó, cruzando los brazos—. Como si fuera a sentirme atraído por un mocoso enamorado que se salta las comidas por leer las tonterías de ese maniático de las vendas —volvió a suspirar, esta vez para controlarse—. Seis de la mañana. A esa hora debes estar en la cocina mañana para que hagamos el desayuno —se ajustó las gafas—. Después veremos el continuar con tus clases donde se quedaron.

Se giró.

—A diferencia del capitán, no soy un maestro gentil.

Cerrada la puerta sonreí, feliz por tener a alguien más en casa, por tener noticias de Dazai, y creyendo firmemente en la amenaza del teniente.

Quise que la guerra me concediera el ver a Dazai, y si bien se negó, me brindó un rayo de esperanza y una compañía que, aunque problemática, aligeraría mis días.

. . .

Notas:

¡Gracias por sus felicitaciones!, aunque tal vez después de los siguientes capítulos cuanto quieran es ahorcarme. Igual y estoy exagerando. Eso espero.

ButterflyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora