III. Beso

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Tras darme cuenta del desastre que ocurría con mis inconvenientes sentimientos hacia Dazai-san, los días que se sucedieron fueron un calvario. Viviendo en la misma casa, evitarlo se tornó una tarea de tiempo completo a la que tuve que darle calidad de arte, a fin de no levantar sospechoso.

La primera semana serví el desayuno temprano y me adelanté a engullir mi porción. Más tarde de lo normal fui con una charola al jardín, y fingí haberlo estado llamando varias veces. Las clases se dieron procurando mantenerme varios pasos por detrás o por delante, distrayéndome. Al regresar fingía concentrarme en múltiples e insignificantes tareas. Hornear galletas, limpiar las canaletas del tejado, reparar una abolladura en la pared del ático, encerrarme en el baño por horas fregando baldosa por baldosa. Para el domingo la casa se encontraba reluciente, tanto que el lunes no hubo excusa que no resultara obvia.

El tercer día de la segunda semana, cuando bajé a hacer el desayuno, Dazai-san me esperaba sentado en una silla de la mesita de la cocina, taza de té en mano.

—Buenos días, Atsushi-kun —saludó. Su sonrisa que me estremeció secándome la garganta.

Si acaso sabía que lo evitaba no lo dijo, se limitó a dar sorbos cortos al té sin quitarme la mirada de encima y sin disimular tras algún libro. En ese momento hasta habría agradecido la presencia de esa enfermiza lectura que cargaba siempre: "El Completo Manual del Suicidio".

No, esa mañana no había libro. Sólo sorbos de té y esos inquietantes y misteriosos ojos avellana siguiéndome, repasando mis movimientos, asechando, entorpeciéndome.

—¿No preferiría estar en el comedor? —pregunté, queriendo librarme de él sin hacer notar mi incomodidad, como si hacerlo fuera a delatar mis intenciones reales de alejarlo, y por ende, mi sentimientos.

Dazai-san negó y acentuó sonrisa y mirada.

—Si lo hago, seguro hallarás el modo de huir de mí.

Lo directo me hizo dar un sobresalto. Anonadado y sonrojado volqué mi atención en los hot cakes que preparaba.

—¿Por qué lo haría? —me encogí de hombros intentando protegerme de su astucia, esa que desnudaba mis mentiras.

Él podía ser un infranqueable misterio, en cambio el mundo estaba dispuesto a develarse a su voluntad.

—Es una buena pregunta —se paró de la silla.

El alivio de pensar que se iría se esfumó cuando, en su lugar, se acercó y su brazo rodeó mi cintura. La intimidad propuesta en el gesto me cortó el suministro de aire, suspendiendo mi consciencia y mi mente en un punto muerto en el que no supe qué hacer.

—Eres muy transparente —confirmó mis temores, murmurando en mi oído con ternura y algo que desconocía, lujuria.

Sus dedos hicieron cuña, girándome en los contados cuadros de losa que ocupábamos, un espacio diminuto en el que faltaba aire y los latidos retumbándome en los oídos me aturdían. Atrapado entre el fuego de la estufa y el de los ojos marrones de Dazai-san, un fuego peligroso, un demonio seductor que cerraba las garras entorno a mis pulmones, los exprimía y me arrebataban la fuerza para mantenerme en pie.

La yema de su pulgar recorrió la piel rugosa de mis labios, tembloroso limite que ansiaba ser cruzado. Elevó mi mentón, y en esa posición hipnotizada cumplió mi deseo. Un beso que inició con un roce controlado por su parte, cual si temiera concederse una locura, y que se apresuró a deshacerse de la prudencia.

Me quedé sin aire. Se quedó sin aire. Y la cocina se llenó del humo de la masa quemada.

Tosimos, recuperándonos y por el hot cake carbonizado. Apagué el quemador. Dazai-san rio con una pureza que me infundió un temor fugaz, y enseguida me contagió haciendo olvidar cualquier recelo, llevándome fuera de la casa en tanto el humo salía.

ButterflyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora