IV. Enigma

1.2K 207 101
                                    

Los cascos de un par de caballos al galope me despertaron con tiempo de vestirme a prisa y encontrarme a Dazai-san, asomando por la ventana al fondo del pasillo, en dirección al camino por el que llegué.

Dos soldados envueltos en uniforme y capa militar negra, dorada y roja, desmontaron en mitad de la madrugada oscura, atando los caballos al árbol de glicinas.

—¡Dazai! —gritó uno, en tanto el segundo tocó fiero a la puerta—, ¡Oi, Dazai! —ninguno parecía ser adepto de la paciencia.

—Iré a abrir —fui a las escaleras.

Dazai-san me detuvo, abrazándome por detrás. Creí percibir un leve temblor en la firmeza con que me sujetaba. Giré el rostro hacia él.

—¿Y si mejor nos quedamos aquí, en silencio?

Sus labios asaltaron en diagonal mi cuello y de ahí el lóbulo de mi oído, atrapándolo en su lengua, acelerando mi pulso y respiración. Me chantajeaba azuzando mis deseos, los sueños húmedos que más de una vez tuve, de él traspasando la frontera de los mimos tiernos, recorriendo mi piel e internándose bajo la ropa.

—Daza... —murmuré en un intento de negativa nada creíble, acalorado, sonrojado.

Me cargó a su habitación, un santuario vacío e innecesario por su falta de sueño, y me acomodó en la cama. Se hizo un espacio entre mis piernas tras despojarse del haori, y previniendo que a mi mente retornara la cordura o la atención en los gritos, recurrió a sus mejores armas. Besos y manos recorrieron por encima de la tela mi torso, tocando, presionando. Tímido, hice lo propio. Desencajé la ropa de su sitio, retorciéndome ante el tacto que desnudó mi pecho, y deshice el trazo de las vendas en su cuello.

Las tiras blancas cayeron, revelando cicatrices profundas y gigantes que desfiguraban su ser, que hubieran significado muerte en la mayoría. Anonadado toqué los surcos, más claros que el resto de su palidez, y la pregunta volvió, intensa y urgente, preocupada y afligida: "¿Quién eres?". Lo que vi en su mirada me derrumbó...

Me vio con la dureza de quien se odia a sí mismo, de quien ha sido despedazado y teme dañar el único refugio seguro que ha hallado. Me veía como una criatura inhumana desesperada por ser humano.

—Te amo —dije sin vacilaciones—. Te amo —repetí al ver su pasmo, queriendo hacerle entender que estaba ahí para él, para el hombre que usaba un kimono y para el que vestía cicatrices, para el que fuera.

Sus ojos brillaron, suavizando la intensidad del autodesprecio. El amago de hablar se le cortó al abrirse la puerta de un azote.

—¡¿Estás sordo o qué, desperdicio de vendas?! —uno de los soldados, hombre, el cabello rubio sujeto en una coleta y lentes de montura ligera, entró intempestivo.

El destello asesino en los ojos de Dazai-san no inmutó al soldado.

—¡Oh, eras tú, Kunikida-kun!, pensé que el ladrido que escuchaba era de algún perro perdido en la montaña.

—¡¿Perro...?!

El segundo soldado, una mujer de cabello negro y destellos lila, usando un vistoso tocado dorado de mariposa, pasó por delante deteniendo a Kunikida.

—Vaya, la lengua se le afiló estando a solas.

En la penumbra tardó en reconocer mi presencia, y al hacerlo sonrió de tal forma que aguanté un escalofrío. Retrocedió y agarró de la casaca militar a Kunikida, arrastrándolo al pasillo.

—¡Lamentamos mucho la interrupción! —sujetó el picaporte—. Capitán, aunque tenemos el tiempo medido, podemos darle unos minutos para devorar al pequeño gatito que tiene ahí.

ButterflyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora