VIII. Nada

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El teniente Kunikida era un espartano obsesivo.

Del despertar hasta la hora de dormir, todo estaba perfectamente establecido en un estricto horario militar colgado en la cocina. Con ese pizarrón di la mañana enseguida a su llegada, sin derecho a protestar. La preparación de los alimentos, la limpieza y reparación de la casa, el estudio, actividades libres, ¡incluso los improvistos!, habían sido contemplados y anotados.

No me hubiera sorprendido enterarme que incluso sus sueños estaban meticulosamente organizados.

Hasta que mi cuerpo se acostumbró pasé varios días agotado, y eso hizo que pensara y sufriera menos por Dazai. Sé —aunque el teniente nunca lo diría— que si me sometió a ese régimen estricto, si bien en parte fue por su obsesión, también lo hizo por ayudarme a levantarme. De forma poco amable y menos ortodoxa, pero directa, útil y eficaz.

Durante su estancia las cartas de Dazai aparecieron regularmente. Las fuerzas enemigas se replegaban, y un nivel de tranquilidad y estabilidad volvía al país, agilizando el servicio postal.

A mí querido Atsushi, escribía Dazai. No sabes cuánto te extraño. El día de hoy subimos a un barco pesquero. En el trayecto un grupo de delfines nos siguió dando grandes saltos. ¿Recuerdas las ilustraciones de los libros?, son esos peces que pensaste que eran graciosos. Me acuerdo de tu comentario: "parece que hubieran metido la trompa en una botella y se les hubiera quedado atorada". Buen tino tuviste para saber la especie a la que pertenecían.

A mi querido Atsushi, escribía Dazai. Alguna vez deberías visitar China. Sus bosques son amplios, verdes y calurosos, parecidos a los de Japón. Tienen árboles semejantes, una tierra similar, sombras que me recuerdan a casa, y aun así el ambiente entero habla un idioma distinto.

A mi querido Atsushi, escribía Dazai. Hoy dormimos a la intemperie. En la oscuridad de la noche, a campo abierto, lejos de las grandes ciudades sobreiluminadas, el cielo estrellado impide a uno dormir a gusto. Sus miles de ojos hurgan en los secretos ocultos, y te hipnotizan imposibilitando que desvíes la mirada.

A mi querido Atsushi, escribía Dazai. Te extraño.

Mis ansias por noticias suyas y por confirmar que se encontraba bien, me cegaron al mensaje invisible que despacio se colaba entre líneas, por encima de la intención de Dazai de evitar hablar de la guerra convirtiendo sus cartas, más que en el relato de las crónicas de un soldado, en las de las aventuras de un viajero cualquiera.

Él no quería decirlo y yo no deseaba saberlo: se avecinaban tiempos aciagos, peores que los que me condujeron con él.

El teniente lo sabía.

La confianza ganada a la vuelta de Dazai, el mejor estratega del Imperio Japonés, supuso un respiro, un rayo de esperanza que se desvanecía a causa de los detalles que superaban al ingenio: escases de dinero que costeara la guerra y escases de vidas sacrificables. Los jóvenes que antes se desgarraban las gargantas, pregonando que servir en filas era un honor obligado para cuanto japoneses pudiera sostener un arma, ahora se agachaban y aceleraban el paso aterrados frente a los puestos de reclutamiento.

La realidad de la guerra les pesó a esos jóvenes briosos y patriotas.

Ellos, que hablaron de muertes gloriosas, veían a las familias de sus amigos y hermanos llorar cuando tocaban a la puerta para informar que tal soldado, de tantos años, murió valientemente. El mensaje era repetido indolente, insignificante, tan carente de reconocimiento real, tan mecánico, que parecía un desprecio. Sin cuerpos, sólo con un cofre con una katana que no podía asegurarse que perteneció al fallecido, las familias lamentaban sus pérdidas. Conforme trascurrían los meses grupos militares arribaban a las ciudades, siendo más temidos que vitoreados, y no por la sangre en sus manos, sino por las noticias funestas que traían a cuestas y por los heridos.

Los heridos fueron el máximo golpe al patriotismo de los jóvenes.

Cuerpos cercenados, atravesados, amputados, que parecían haber pasado por una licuadora de carne. Mentes destruidas, inestables, ensombrecidas, que atrapadas por siempre en el infierno vociferaban sus llamas.

Nadie quería ir a la guerra, y quienes ya estaban en ella perdían la fe, las ganas y la vida.

Fue Japón contra el mundo cuando los aliados tuvieron que defender sus propias tierras.

Aislado en lo profundo de las montañas, sin noticias, acompañado de cartas en papel con olor a pólvora y letras escaseando, parecía que no tenía modo de saber lo que ocurría. O esa era la mentira en que me escudaba, negándome a pensar en cómo los colores iniciales con los que Dazai me escribía, se decoloraban, tornando oscuros sus relatos triviales.

Si hubiera prestado atención, si no hubiera sido un cobarde... aun así no hubiera podido hacer nada por él.

Pienso en los "hubiera", me aferro a ellos para culparme de algún modo y creer que de alguna manera hubiera hecho la diferencia, cuando la verdad es clara y otra. Nada de lo que hubiera hecho o sabido habría cambiado el curso de la historia.

Nada.

Reconocer cuan insignificante es uno en este gran mundo es un golpe en algo más profundo que el orgullo. Te retorna a tu condición mortal, te quita los aires de grandeza y te hace saber que ni siquiera el amor es eterno.

La partida del teniente Kunikida significó el anuncio formal de que la guerra marchaba de mal en peor.

El teniente se fue por la tarde de vísperas de fin de año, tras obligarme a asear la casa para recibir al nuevo año de la manera "ideal". Montó su caballo, cargando la misiva que le entregaron de emergencia el día anterior, apresurándolo a regresar al cuartel en Tokyo.

—Cuando el capitán llegue debes recibirlo con esta casa intacta y en perfectas condiciones, mocoso.

Me dedicó una mirada suave que nunca le había visto, que me atenazó el alma por cuantos significados tenía, y azotó las riendas de su alazán.

No fue la última vez que lo vi.    

. . .

Notas:

Con este capítulo, además de los agradecimientos de todo corazón por las lecturas y votos, viene un anuncio: la siguiente semana el fanfic llegará a su fin, con los dos últimos capítulos que quedan.

Me siento tentada a actualizar más rápido, para evitar parte de su sufrimiento (?), pero no sé. ¿Les gustaría que lo hiciera o que actualizara normal (miércoles y sábado)?, ¿qué preferirían?, lo dejaré a su elección.

ButterflyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora