X. Mariposa

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El héroe de Japón, Dazai Osamu, capitán que contra todo pronóstico levantó al ejército japonés en ruinas, lo condujo a una defensa gloriosa, y a un ataque prometedor que estuvo a punto de dar la victoria. A punto... "si tan sólo...", el "pero" colocado entre el triunfo y la derrota, que cada japonés interpretaba a su manera.

Para unos, el "pero" fue la negligencia del emperador; para otros, la economía.

Algunos citaban a expertos extranjeros, afirmando que fue consecuencia de una guerra mal planeada, de cimientos pobres, destinada por tanto a fracasar. Hablaban desde su espacio seguro, con sus dedos y miembros completos y su mente clara.

Los sobrevivientes de la guerra preferían abstenerse de la voz, contemplando sus manos empapadas de sangre, aplastados por la deshonra, los arrepentimientos, la furia, la frustración, los demonios y la pobreza.

En Japón se respiró un doble aire: de alivio y disposición por quienes repudiaron las armas o se acobardaron; y de cansancio para quienes sobrevivieron en cuerpo, no en alma.

En silencio viví la siguiente década, triste y agobiado por un amor glorificado en la historia y perdido en un sitio remoto, en lo profundo del mar de donde ni siquiera se recuperaron sus restos.

Escribir duele. Arranca la costra de una herida que nunca sanará, e introduce en su parte sensible el tallo espinoso de una rosa marchita. El tallo lastima. Así ha sido año a año, sin importar cuanto se han esforzado por hacerme recobrar la esperanza.

Secretos salieron a la luz a la muerte de Dazai, secretos que esclarecieron mi temporada en la montaña.

Los asesinos de mis padres no atacaron una base insignificante al azar, lo buscaban a él, al hombre que no querían de nuevo en el campo de batalla.

El día del atentado mi padre ayudaba a mi madre a montar su caballo, habiendo concluido una visita de rutina a Dazai. El teniente Kunikida me explicó que no se empeñaba en ir a persuadirlo de reintegrarse al ejército, lo hacía por cerciorarse de que estuviera bien... tan típico de él, y la condena que lo confundió con el ermitaño objetivo de los infiltrados. Cuando Dazai acudió a su auxilio, orientado por los gritos de mi madre, era muy tarde.

Ellos murieron y la razón fue encubierta. El ejército japonés se encargó del resto.

En un gesto de conmiseración y culpa, Dazai convenció a los ancianos del pueblo que me dejaran a su cargo. Me adoptó sin decirme.

El juego de apellido y nombre, sin coordinación ni ritmo, parecido a una elección terrible tomada al azar, ignorando el buen juicio estético vocal, una reiteración de sonidos; aseguró mi futuro.

Fui reubicado, reacio, en un aturdido Tokyo. El teniente Kunikida, ascendido a capitán y posteriormente transferido a las relaciones exteriores -área esencial para un Japón desarmado y en transición-, me acogió.

Más que acogerme, Kunikida me hospedó en su corazón. Lamenté eso. Pese a sus sentimientos y a la ternura firme con que me sujetó en mi desgracia, impulsándome a continuar, no pude olvidar a Dazai.

Intenté ser feliz, sobreponerme a la pena. Imposible. Como la rama del árbol de glicina de la casa en las montañas, los dedos de Dazai, su voz partida en jadeos, su aroma, e incluso sus cicatrices; me susurraron a diario el juramento de amor incumplido.

La rama de sus recuerdos me llamaba día y noche. Tacto gentil y tortura amarga.

-¿En qué piensas? -preguntó la capitana Yosano al detenerse el carro, maquinaria que aún es novedad europea en Japón, en la apertura de una verada, al costado del camino principal que cruza el norte de Kanto.

ButterflyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora