Tamara se obliga a sí misma a levantarse temprano, lo que no resulta muy difícil cuando tu cama es la tierra y tu única manta las hojas caídas de los árboles. Pero si el colchón está relleno de plumas de ganso y las sábanas están tejidas con un suave algodón, no resulta tan sencillo. Las cortinas están abiertas y una cálida luz baña el suelo de su habitación en la tercera planta. En su primera noche en Piltover, cerró las cortinas y se quedó dormida hasta dos horas tras el amanecer, algo que le preocupó tanto que no ha vuelto a cerrarlas desde entonces.
Se levanta de la cama, se acerca a la ventana dando grandes zancadas y golpea el cristal de colores con las callosas puntas de sus dedos, ennegrecidos por el hollín del taller. La luz se refleja en su piel, en su delgado, enjuto y fibroso cuerpo. A pesar de eso, se frota la barriga con la mano, como si temiese que se hubiera reblandecido. Bajo ella, la calle adoquinada ya está llena de vendedores que prepararan sus puestos para las primeras ventas del Día del Progreso. Hay banderines de colores colgando entre los edificios para celebrar este día propicio, lo que le otorga un ambiente festivo a la estrecha calle, algo atípico para la ciudad que Tamara llama hogar. Colgando de las lejanas torres que resplandecen sobre lo alto de las cuestas de los distritos de los clanes, se ven estandartes de seda dorada y carmesí con imágenes de engranajes y llaves. Ahí es donde nacen los ríos de oro que dicen que fluyen por las calles de Piltover.
Tamara sonríe al pensarlo y le da la espalda a la ventana. Su habitación está ordenada meticulosamente, todo está donde debe estar. En una esquina de su mesa de trabajo tiene los cuadernos apilados. Junto a ellos, se encuentran sus herramientas colocadas cuidadosamente, unos hexcalibradores y un plano. Su comida de ayer —pan negro, queso y fruta seca— está sin abrir, envuelta en papel de muselina junto a sus herramientas. Hay una pequeña forja de metalurgia ingeniosamente construida en la pared de ladrillo, que envía el humo hasta el tejado a través de una serie de tuberías de hierro. En el centro del escritorio hay una caja de madera en la que se encuentra el aparato que tantos meses de esfuerzo le ha costado construir, siguiendo los planos grabados en los rollos de papel encerado que esconde debajo del colchón.
Se agacha para coger el orinal de debajo de la cama y lo usa antes de refrescarse con polvos y tinturas que le ha facilitado su anfitrión. Se viste con las bastas vestimentas de aprendiz: unas mallas sencillas, una camiseta interior con muchos bolsillos y un jubón con un ingenioso sistema de ganchos y presillas que puede quitarse fácilmente de un tirón. No tenía ni idea de para qué servía hasta que Gysbert, sonrojado, le dijo que era para que resultase más fácil quitárselo en caso de incendio en el taller.
Comprueba su aspecto en un espejo que cuelga de un gancho de latón detrás de la puerta, se cepilla su larga y oscura melena por detrás de las orejas y se recoge el pelo con una cuerda de cuero y horquillas de cobre. Tamara se pasa los dedos por la parte superior de sus pómulos y a lo largo de la barbilla, y se siente satisfecha por lo que ve. Colette sigue diciéndole que puede sacarle más provecho a su aspecto, pero su amiga es joven y no ha aprendido aún el peligro de ser recordada.
Tamara coloca la caja de madera en su bolso, junto a la comida envuelta en muselina y algunos cuadernos y lápices. Está nerviosa, pero es comprensible. Es un gran día para ella, y no quiere fracasar.
Mueve la silla que mantiene la puerta cerrada y gira la rueda de cierre para liberar las barras que la mantienen en su sitio. En comparación con su lugar de procedencia, Piltover es una ciudad segura; su índice de crímenes violentos es absurdamente bajo. Sus habitantes no tienen problemas con la violencia diaria habitual en la mayoría de las otras ciudades, pero no son tan ingenuos como para creer que pueden vivir sin cerraduras en las puertas.
Especialmente las semanas previas al Día del Progreso.
Tamara cierra la puerta con llave y al bajar las escaleras se detiene un momento para vaciar su orinal en el conducto central de deshechos de la pensión. Antes se preguntaba adónde iría a parar, pero no tardó en darse cuenta de que la mierda solo cae hacia abajo. En algún lugar de allí abajo, en Zaun, tiene que haber un jardín que florece como ningún otro. Deja su orinal en su compartimento para ser limpiado y continúa bajando por la serpenteante escalera de caracol hasta llegar al comedor común. Algunos de sus compañeros aprendices ya están desayunando o trasteando frenéticamente sus aparatos con la esperanza de ser tomados en cuenta, al fin, por uno de los clanes. Tamara coloca una mano sobre su bolso, orgullosa de lo que ha conseguido. Había seguido sus planos rigurosamente, aunque los toques finales iban en contra de su estoica profesionalidad.
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Universo de League of Legends
RandomTodo sobre las naciones de Runaterra, sus características, su geografía y sus costumbres. Textos apoyados en imágenes oficiales para darle mayor campo imaginativo al lector. Historias externas a la Liga de Leyendas, oficiales y no oficiales seudocan...