ISLAS DE LA SOMBRA: Sombra y Fortuna PARTE I

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Los Cuchillos de Carnicero habían espichado al Grajilla a través de la mandíbula con un pasador oxidado y lo habían dejado colgado como pasto para los carroñeros del muelle. Con ese, eran ya diecisiete los miembros de las bandas que el encapuchado había visto asesinados esa noche.

Es lo que, en Aguas Estancadas, pasaba por una velada apacible.

Al menos, desde la caída del rey de los corsarios.

Las ratas de colmillos carmesíes del muelle ya habían dado cuenta de la mayor parte de los pies de aquel colgajo humano, y se aposentaban sobre los canastos apilados para desgarrar la tierna carne de sus pantorrillas.

El encapuchado prosiguió su marcha.

—Ayúda... me.

Las palabras resbalaban húmedas, inyectadas a través de una garganta obturada por la sangre. El encapuchado se giró, echando las manos a las armas que colgaban de su ancho cinto.

Por increíble que pareciese, el Grajilla seguía con vida, espetado sobre el espolón con mango de hueso. Los Garfios lo habían incrustado a conciencia en el armazón de madera de una grúa de carga. No había forma de bajar al Grajilla de allí sin hacerle astillas el cráneo.

—Ayúda... me —dijo de nuevo.

El encapuchado consideró la petición del Grajilla con detenimiento.

—¿Con qué fin? —dijo al cabo–. Aunque te baje de ahí, habrás muerto para cuando amanezca.

El Grajilla alzó la mano cuidadosamente hacia un bolsillo escondido en su jubón de retales y extrajo un kraken de oro. Incluso en la débil luz, el encapuchado vio que era auténtico.

Los carroñeros siseaban y erizaban el lomo a medida que se aproximaba. Las ratas de los muelles no eran grandes, pero una carne tan suculenta como esa no era un botín al que fuesen a renunciar por las buenas. Mostraban sus largos colmillos de aguja, escupiendo dosis infectas de saliva.

Mandó una rata volando al agua de un puntapié. Aplastó una segunda bajo su bota. Se abalanzaban y mordían, pero la ágil danza de sus pies mantenía su carne incólume, cada uno de sus movimientos fluido y preciso. Mató otras tres antes de que el resto se dispersase en las sombras, ojos huraños que relampagueaban con rojizo resplandor en la oscuridad.

El encapuchado se detuvo junto al Grajilla. Sus rasgos estaban ocultos, pero la luz de una luna furtiva insinuó durante unos instantes un rostro en el que la sonrisa ya no tenía cabida.

—La muerte acude a ti —dijo—. Entrégate a ella desde la certeza de que es definitiva, te lo garantizo.

Echó una mano a su abrigo y extrajo una púa de reluciente plata. Tenía dos palmos de largo y estaba grabada con símbolos ondulados que serpeaban por toda su longitud, asemejándola a la lezna de un curtidor. Puso la punta bajo la barbilla del moribundo.

Los ojos del hombre se agrandaron y su mano se aferró frenéticamente a la manga del encapuchado mientras su mirada se perdía en la inmensidad del océano ante él. El mar era un negro espejo que relucía con el brillo de una miríada de velas, de braseros apostados a lo largo del muelle y de la luz distorsionada a través de los cristales expoliados de un millar de pecios junto a los acantilados.

—Sabéis lo que acecha sobre el horizonte —dijo—. Conocéis el horror que trae consigo. Y sin embargo, los unos os echáis al cuello de los otros como perros rabiosos. No le veo sentido alguno.

Se giró y golpeó con la palma de la mano el mango aplanado de la lezna, impulsando la púa a través del cerebro del hombre. Un último estertor cadavérico y el dolor del Grajilla tocó a su fin. La moneda de oro cayó de los dedos del muerto y rodó hasta zambullirse suavemente en el mar.

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