ZAUN: Ciudad de hierro y cristal

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— ¡Deprisa, Wyn! —gritó Janke—. ¡Ya viene el Aullido Creciente!

—Lo sé —contestó, también a voces—. ¡No tienes que recordármelo!

Wyn podía oír el chillido del hierro engrasado y el sabor metálico en sus dientes. El interior del conducto de ventilación por el que trepaba vibraba más fuerte cuanto más se acercaba el ascensor hexdráulico.

Hizo fuerza con la espalda contra el bisel, aferrándose con las piernas doloridas al lado contrario. Arriba, el cuadrado de luz que marcaba la salida parecía a una vida de distancia. Apareció una cabeza sobre él: su hermano mayor, Nico.

—Ya casi estamos, grandullón —dijo Nico, tendiéndole la mano a Wyn—. ¿Necesitas que baje?

Wyn negó con la cabeza y trató de asegurar su posición. Después, comenzó empujar lentamente hacia arriba, subiendo la espalda. Los músculos de las piernas ardían. Paso a paso, centímetro a centímetro, fue ascendiendo hasta estar lo bastante cerca como para alcanzar la mano de su hermano.

Nico lo agarró de la muñeca y tiró, sacándolo del conducto. Wyn perdió el equilibrio y tropezó, con la mala suerte de aterrizar con la cara en la cueva del acantilado conocida por todos los niños de Zaun. El espacio apenas podía contenerlos a los dos de pie. En su extremo, había una caída vertical hasta donde alcanzaba la vista. A unos diez metros se alzaban las tres pesadas columnas de soporte del ascensor, de unos dos metros de ancho y de hierro forjado.

Feen aguardaba en el extremo del saliente, mirando hacia abajo con una sonrisa maníaca. El viento soplaba a su alrededor, sacudiendo sus harapos y alborotándole el pelo. Kez estaba junto a Nico, ruborizada por la emoción. Janke se golpeaba un tatuaje en el muslo con la palma de la mano, nervioso. Frunció el ceño, mirando a Wyn:

—Por tu culpa, casi lo perdemos.

—El Aullido aún no ha llegado —replicó Wyn, cortante—. No hemos perdido nada.

Iba a replicarle, pero, con Nico allí, no se atrevió a hacer ni decir nada. Janke se había ganado a pulso su reputación de abusón en el Hogar de la Esperanza para los Desamparados, pero su compañía era de agradecer en las ocasiones en que los matones de los barones químicos se aventuraban en los bajos fondos para dar rienda suelta a su saña.

Kez le tendió la mano a Wyn para ayudarlo a subir. Él sonrió y aceptó la ayuda.

—Gracias —dijo.

—No hay de qué —contestó, acercándose para que se la oyera mejor entre el ruido.

Wyn notó el jabón cáustico con el que se había aseado esa mañana, como zumo de limón químico. Por lo especial de la excursión, Kez también se había esmerado con su aspecto: había rescatado un vestido viejo de las cajas de ropa desechada por los niños que ya habían crecido demasiado o que habían abandonado el hospicio por ser demasiado mayores. Wyn se había sacudido casi todo el polvo y la mugre de su propio atuendo, pero de pronto se sintió especialmente desaliñado a su lado.

—Nunca he subido al Aullido —dijo, sin soltarle la mano—. ¿Y tú?

El estruendo era cada vez más alto. El traqueteo de los mecanismos del ascensor rebotaba de un modo ensordecedor en las paredes verduzcas de la cueva, ahogando el sonido del goteo esporádico del agua al caer al suelo. Feen lo estaba mirando y Janke seguía con su mueca grotesca. El miedo a parecer un idiota hizo más fácil la mentira:

—¿Yo? ¡Sí, un montón! —dijo, y supo al momento que era un error. Miró por encima del hombro. El resto estaban en el borde, con las piernas colgando al viento.

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