Había nacido más allá del Muro, en el verdadero Norte, en esa condena en que les había sumido Brandon El Constructor al alzarlo. Aquella construcción había sido el calvario del Pueblo Libre, el motivo de sus más incofesables miedos y el aliento de su libertad. Una imposición que terminaría por caer tarde o temprano...
Poco recordaba de su familia y prefería no hacerlo, pues en las noches aún tenía pesadillas. Jamás había hablado con nadie de lo sucedido ni siquiera con Tormund, su mejor amigo. No quería recordar y las veces que su mente le había traicionado sentía en su pecho un dolor inmenso, una flecha clavada que permanecía dentro y ramificaba sus astillas.
El cielo, oscurecido, ya daba paso al siguiente momento del día: la cena. Ygritte se sentó en frente del fuego y despellejó al conejo que había cazado. Sus manos se tornaron rojas por el sangrado del animal muerto, sus dedos estaban pegajosos y la sensación era realmente desagradable pero ya estaba acostumbrada; aquello era mejor que pasar hambre. Hincó una rama en el conejo y lo acercó a la lumbre, le gustaba crujiente. Acompañó el conejo con el hidromiel y lo devoró en pocos segundos, en los días de sangrado no comía sino que devoraba.
Aunque eran un pequeño grupo, agradecía esos momentos de soledad. La compañía de Tormund no le disgustaba, pero aborrecía la del resto. Por ello, decidió que las noches serían en calma y que a pesar del frío dormiría sola, sin una persona que le abrazará. Apuró el cuerno de hidromiel, se retiro a su sitio y se echo a dormir creyendo que la noche sería tranquila.
Tenía los ojos vidriosos por el frío y no hacía más que frotarlos con sus pequeñas manos. «No veo nada» pensó mientras avanzaba a paso corto. «Hay alguien» gritó, pero nadie la escuchaba. Estaba sola y perdida, no recordaba haberse alejado del grupo, pero sí recordaba que iba de la mano de su padre.
Tan sólo tenía dieciséis años cuando aquel suceso tuvo lugar. La noche era cerrada e Ygritte abrió los ojos al escuchar el ruido.
-No podemos dejarla- escuchó de una voz familiar, -es nuestra hija...
- Nos está retrasando, hay que dejarla.Y aquello fue lo último que escuchó, pensó que estaba dormida y se sumió en el sueño. Por la mañana el frío y la nieva la cegaban, pero el temporal dio un respiro y pudo ver su entorno, estaba sola rodeada de árboles. Quedaban los rescoldos de una hoguera pasada. No había tenido esa sensación en su corta vida y sentía un vacío en el pecho, tanto que tuvo que gritar: «PAPAAAAAA, ven a por mí»
La joven, besada por el fuego, se sentía angustiada. No entendía qué habría podido pasar, pero sus padres jamás la habrían abandonado o eso quería pensar. Su padre antes de que partieran con el grupo, le había regalado una pequeña daga, muy afilada, aunque ella adoraba usar el arco, tanto que ya usaba uno pero no quedaba rastro de él en el campamento.
Avanzó en la nieve siguiendo las huellas, daga en mano, pues conocía las historias sobre los Caminantes Blancos. Poco podría hacer con esa pequeña arma, pero al menos se defendería igual que las otras veces. Ya había clavado esa daga en la pierna de otro salvaje cuando intentó tocarla una noche. Fue entonces cuando su padre supo que ya no era una niña, era una mujer.
El frío no daba tregua y decidió avanzar a paso más ligero. Anduvo un largo trecho, siguiendo el liguero de huellas y encontró algo que no le gustó...El grupo había caido a poca distancia del campamento, no había rastro de sangre, pero tampoco de sus padres. Si no estaban allí algo bueno significaría, pero seguía sin entender por qué se habían ido sin ella. Se echó al suelo, guardó la daga y chiscó dos piedras intentando hacer fuego.
Finalmente, lo consiguió y con hojas secas hizo una pequeña lumbre. Debía quemar los cuerpos o estaba perdida, y así lo hizo. Fue uno por uno, quemando a quienes fueron sus compañeros el día anterior. Sentía tristeza, incluso de aquellos a los que detestaba.
-COGEDLA- oyó en la lejanía, no podía ver de dónde salían aquellas palabras, pero dejó el fuego y sacó la daga. Se subió a un árbol tan rápido como pudo y esperó a que sus adversarios llegasen.Todos eran hombres o algunas habían desarrollado bigote, cosa que no era inusual. Pero eso daba igual, estaba en peligro y solo pensaba en sus padres.
-Baja de ahí niña, ya vienen- comentó uno de los hombres, de barba abundante. Tendría más de veintisiete años, pero con semejante barba aparentaba mucho más. -Si no bajas nos iremos sin ti- le dijo mientras bajaba el arma.Ygritte no confiaba en aquel hombre, pero usaría la daga si fuera necesario. Bajo del árbol, daga en mano...«Si me tocáis os rebanaré el gaznate» expresó sin que le temblara la mano, contando cuántos eran mientras miraba las armas de cada uno. -Se están acercando niña o vienes o te quedas aquí- apresuró el joven. En un movimiento ágil se acercó a él y puso la daga en su cuello.-Tu nombre, no me iré sin saber con quien voy- finalizó.
Estaba nerviosa y seguía sin entender nada. Su corazón palpitaba agitado y esperaba la respuesta. -Tormund Matagigantes- contestó él - y ahora vámonos antes de que lleguen-. Guardó la daga, pero un escalofrío recorrió su espalda. No dejaba de pensar en su padre y entonces su vista se nubló. Ahora todo era negro.
Se despertó agitada, con las manos sudorosas y un dolor horrible en la cabeza. Siempre la misma pesadilla, estaba cansada de ella. Cansada de sentir ese abandono constantemente. Jamás perdonaría a sus padres, por qué le habrían hecho eso...No entendía qué había hecho para que ellos se fuesen. Se había culpado todos los días, todas las noches en que se desvelaba. No podía más y en esa noche, mientras todos dormían se prometió que nadie más la abandonaría y quien lo hiciese no podría contarlo. Jamás alguien desgarraría su corazón como lo hicieron sus padres.