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Al llegar febrero la nieve se fundió en los alrededores del colegio, pero la sustituyó un tiempo frío y lluvioso muy desalentador pero beneficioso, al menos para mí. Había unas nubes bajas de color entre gris y morado suspendidas sobre el castillo, y una contante y gélida lluvia convertía los jardines en un lugar fangoso y resbaladizo. Lo cierto es que estaba bastante contenta con este tiempo, facilitándome las excusas para no exponerme al exterior y, en caso de hacerlo, no sufrir ningún daño gracias al cielo nublado.

Mi cuerpo había dado un giro de ciento ochenta grados pues donde había una chica rozando ser la imagen vívida de un cadáver ahora había algo mucho mejor. Como cuando riegas una flor al borde de marchitarse y vuelve más esbelta que nunca.

No me gustaba admitirlo y pretendía ignorarlo, pero tras seis años pasando desapercibida en el colegio ahora las miradas de los chicos (y algunas chicas) eran más que variadas. Si bien la belleza es subjetiva, la cantidad de feromonas que desprendía era el triple que la habitual en una chica de mi edad. Si a esto le sumamos el resto de hormonas en auge de los estudiantes de Hogwarts todo era un caos.

Puede que sentirse querido y apreciado es algo que muchos desean pero cuando parece que a medio Hogwarts le han dado un filtro de amor resulta incómodo.

Yo continuába escondiéndome detrás de mi disfraz, llegando a agradecer incluso que no tuviera que comer comida humana pues la prótesis dental era realmente incómoda.

Acudía al despacho del profesor Snape con frecuencia, allí me explicaba más sobre mi condición, documentándome sobre ella. Me encontraba bastante perdida pero la ayuda que me brindaba era realmente buena pese a las discusiones continuas acerca de mi descontento de beber sangre humana.

—Debe haber otra forma de alimentarme —repetía por decimocuarta vez en la tarde—. Pociones reabastecedoras de sangre, por ejemplo.

—Como su propio nombre indica, no sirve para otra cosa más que reabastecer la sangre perdida por una lesión y, teniendo en cuenta que carece de fluidos corporales, sería un malgasto de ingredientes.

Snape hablaba frente a mí, sentado al otro lado de su escritorio de madera oscura, empleando el mismo tono de voz monótono y lento para cada frase. Casi parecía el profesor Binns en una de sus fantásticas clases de Historia de la Magia.

—En Honeydukes venden paletas con sabor a sangre, tal vez...

—En vistas de que sus salidas a Hogsmeade se han suspendido gracias al accidente de la señorita Bell, será muy improbable que pueda degustar una golosina creada con la ilusión de tener sangre humana —dijo— ya que es pura y enteramente fabricada con chocolate.

Solté un bufido, volviendo a acomodarme en el sillón mientras movía intranquilamente una pierna. Frente a mí tenía la bolsa de sangre de San Mungo, descansando en la superficie del escritorio, mas no quería tomarla.

—Alguien ha donado esa sangre para un uso específico —señalé, casi como si hablara conmigo misma—, como salvar vidas, por ejemplo.

—Si la bebe salvaría su vida, ¿no es ese el propósito?

Miré durante un momento a Snape, notando el deje de ironía en sus palabras. El profesor despegó los labios, tomando un poco de aire para continuar hablando:

—Apuesto a que comía carne cuando era humana —dijo, pausadamente—. De cerdo, vacuno, incluso cualquier otro animal. Ahora dígame, ¿qué diferencia hay?

Lo medité durante un minuto, antes de levantarme del asiento, coger mi bolso blanco y salir del despacho de Snape cerrando la puerta a mis espaldas. Ahora me tocaba subir desde las mazmorras hasta la torre de Ravenclaw antes de que Filch me pillara por los pasillos a esas horas por segunda vez en la semana.

Sin embargo, apenas pude urgar mucho más en este pensamiento cuando me di cuenta de que no estaba sola en el oscuro corredor en penumbra, una sombra inmovil más alta que yo. Fui mucho más rápida, sacando mi varita para conjurar el encantamiento lumos.

Ante mí se iluminó la figura de mi compañero de clase, un chico delgado,con elegante cabello rubio, ojos fríos y grises y tez pálida con un tinte enfermizo en su piel. Draco Malfoy. Pareció sorprendido de que lo hubiera pillado.

—¿Cuánto tiempo llevas ahí? —pregunté, con semblante serio. Pero no contestó—. ¿Estabas escuchando, Draco?

El rubio se aclaró la garganta, pareciendo salir de su estado de impacto.

—El suficiente para saber que algo pasa.

Aquello aunque parecía una acusación, no sonó como tal. Conocía a Malfoy desde niños, incluso antes de Hogwarts sabía de su existencia gracias al trabajo de mi padre en el Ministerio de Magia, nuestra relación siempre había sido cordial con algunos dejes de ser para el otro una persona non grata. Fue por eso que supe que no iba a malas lo que dijo, si no en otro sentido que no conseguía saber.

No pude descifrarlo hasta que vi cómo se avalanzaba su gran mano huesuda hacia mi brazo izquierdo, la impresión del momento no me dejó apartarlo y la cicatriz de la mordedura de Sanguini quedó al descubierto.

Ambos intercambiamos miradas, su rostro no ocultaba el asombro ni mucho menos, pero parecía que aquello no era lo que había esperado. Di un tirón, deshaciéndome de su agarre para bajarme la manga del jersey del uniforme.

Después, me fui a paso rápido de ahí, ahora sabiendo que mi secreto había sido descubierto por el jóven Slytherin.


Darkest → Draco Malfoy FanfictionDonde viven las historias. Descúbrelo ahora