El cuento mil y dos de Scheherazade

202 2 0
                                    

La verdad es más extraña que la ficción.

(Antiguo adagio)

En el curso de ciertas investigaciones sobre el Oriente tuve hace poco oportunidad de consultar el Tellmenow Isitsöornot37obra que, a semejanza del Zohar, de Simeón Jochaides, es muy poco conocida aún en Europa, y que, según tengo entendido, no ha sido citada jamás por un norteamericano (si exceptuamos, quizá, al autor de las Curiosidades de la literatura norteamericana); como decía, tuve oportunidad de leer algunas páginas de tan notable obra y quedé no poco estupefacto al descubrir que el mundo literario había vivido hasta ahora en un extraño error acerca del destino de Scheherazade, la hija del visir, según se lo describe en Las mil y una noches. En efecto, si bien el dénouement de dicho destino, como se lo consigna allí, no es por completo inexacto, se anticipa en mucho a la realidad.

Para toda información sobre tan interesante tópico remito al lector inquisitivo al Isitsöornot; pero, entretanto, se me perdonará que ofrezca un resumen de lo que descubrí en este libro.

Se recordará que, en la versión usual de los cuentos árabes, un califa a quien no faltan buenas razones para sentirse celoso de su real esposa, no sólo la condena a muerte, sino que hace solemne promesa —por su barba y el Profeta— de desposar cada noche a la más hermosa doncella de sus dominios y de entregarla a la mañana siguiente al verdugo.

Luego de cumplir al pie de la letra su promesa durante varios años, con una puntualidad y un método que le valen gran renombre como persona de mucha devoción y buen sentido, cierta tarde se ve interrumpido (en sus plegarias, sin duda) por la visita de su gran visir, a cuya hija se le ha ocurrido una idea.

La joven en cuestión se llama Scheherazade, y la idea consiste en que redimirá el país del asolador impuesto a la belleza que pesa sobre él o que perecerá en la empresa como corresponde a toda heroína.

De acuerdo con su plan, y aunque no estamos en año bisiesto (lo cual hace más meritorio su sacrificio), Scheherazade envía a su padre, el gran visir, para que ofrezca su mano al califa. Éste la acepta rápidamente (pues estaba dispuesto a tomarla de todos modos, y sólo aplazaba la cosa por el miedo que tenía al visir), pero al hacerlo da a entender claramente a los interesados que, gran visir o no, mantendrá en todos sus puntos y comas la promesa hecha y sus privilegios reales. Por eso, cuando la hermosa Scheherazade insiste en casarse, y así lo hace a pesar del excelente consejo de su padre en el sentido de que no cometa semejante locura, es evidente que tiene sus hermosos ojos negros bien abiertos y que no se le escapa nada de la situación.

Parece ser, empero, que esta política damisela (que, sin duda, debió leer a Maquiavelo) tenía preparado un pequeño cuanto ingenioso plan. Con un pretexto especioso que ya he olvidado, se las arregló para que en la noche de bodas su hermana se acostara en un lecho lo bastante cercano al de la pareja real como para poder conversar del uno al otro. Poco antes de que cantaran los gallos tuvo buen cuidado de despertar al excelente monarca, su

37 O sea: «Dime: ¿Es así o no?» (N. del T.)

esposo (que la estimaba muchísimo, pese a que la haría retorcer el cuello por la mañana), interrumpiendo el profundo sueño que le daban su conciencia limpia y su excelente digestión, a fin de que escuchara la interesantísima historia (creo que sobre una rata y un gato negro) que estaba contando en voz muy baja a su hermana. Cuando salió el sol, sucedió que la historia no había terminado todavía y que Scheherazade no podría terminarla por la sencilla razón de que ya era tiempo de que se levantara y ofreciera su cuello al estrangulador —cosa muy poco preferible a la de ser ahorcada, aunque ligeramente más gentil.

Cuentos - Edgar Allan PoeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora