Por qué el pequeño francés lleva la mano en cabestrillo

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Claro que sí! Está en mi tarjeta de visita (y en papel satinado color rosa); cualquiera que desee puede leer en ellas las interesantes palabras: «Sir Patrick O'Grandison, Baronet, 39, Southampton Row, Rusell Square, Parroquia de Bloomsbury». Y si quisiera usted descubrir quién es el rey de la buena educación y el que da el último grito del buen tono en la ciudad de Londres... pues aquí lo tiene. No vaya a asombrarse (y mejor será que deje de pellizcarse la nariz), pues por cada pulgada de las seis vigilias afirmo que soy un caballero, y desde que salí de los pantanos irlandeses para convertirme en baronet, vuestro Patrick ha estado viviendo como un emperador, educándose y refinándose. ¡Caracoles, para sus ojos sería una bendición si se posaran un momento sobre Sir Patrick O'Grandison, Baronet, cuando se viste para ir a la ópera o va a subir a su coche para dar una vuelta por Hyde Park! A causa de mi elegante figura, todas las damas se enamoran de mí. ¿Va a negarme alguien que mido seis pies y tres pulgadas, con los calcetines puestos, y que soy perfectamente bien proporcionado? En cambio, el extranjero, el pequeño francés que vive frente a mi casa, mide apenas tres pies y un poquitín más. ¡Sí, el mismo que se pasa el día comiéndose con los ojos (¡para su mala suerte!) a la preciosa viuda Mistress Tracle, vecina mía (¡Dios la bendiga!) y excelente amiga y conocida! Habrá usted observado que el pequeño gusano anda un tanto alicaído y que lleva la mano izquierda en cabestrillo; bueno, precisamente me disponía a contarle por qué.

La verdad es muy sencilla, sí, señor; el mismísimo día en que llegué a Connaught y salí a ventilar mi apuesta figura a la calle, apenas me vio la viuda, que estaba asomada a la ventana, ¡zas, su corazón quedó instantáneamente prendado! Me di cuenta en seguida, como se imaginará, y juro ante Dios que es la santa verdad. Primero de todo vi que abría la ventana en un santiamén y que sacaba por ella unos ojazos abiertos de par en par, y después asomó un catalejo que la lindísima viuda se aplicó a un ojo, y que el diablo me cocine si ese ojo no habló tan claro como puede hacerlo un ojo de mujer, y me dijo: «¡Buenos días tenga usted, Sir Patrick O'Grandison, Baronet, encanto! ¡Vaya apuesto caballero! Sepa usted que mis garridos cuarenta años están desde ahora a sus órdenes, hermoso mío, siempre que le parezca bien.» Pero no era a mí a quien iban a ganar en gentileza y buenos modales, de manera que le hice una reverencia que le hubiera partido a usted el corazón de contemplarla, me quité el sombrero con un gran saludo y le guiñé dos veces los ojos, como para decirle: «Bien ha dicho usted, hermosa criatura, Mrs. Tracle, encanto mío, y que me ahogue ahora mismo en un pantano si Sir Patrick O'Grandison, Baronet, no descarga una tonelada de amor a los pies de su alteza en menos tiempo del que toma cantar una tonada de Londonderry».

A la mañana siguiente, cuando estaba pensando si no sería de buena educación mandar una cartita amorosa a la viuda, apareció mi criado con una elegante tarjeta y me dijo que el nombre escrito en ella (porque yo nunca he podido leer nada impreso a causa de ser zurdo) era el de un Mosiú, el conde Augusto Luquesi, maître de danse (si es que todo esto quiere decir algo), y que el dueño de esa endiablada jerigonza era el pequeño francés que vive enfrente de casa.


En seguida apareció el pequeño demonio en persona, me hizo un complicado saludo, diciendo que se había tomado la libertad de honrarme con su visita, y siguió charlando y charlando largo rato, y maldito si le comprendía una sola palabra, salvo cuando repetía, y me soltaba una carretada de mentiras, entre las cuales (¡mala suerte para él!) que estaba loco de amor por mi viuda Mrs. Tracle y que mi viuda Mrs. Tracle estaba enamoradísima de él.

Cuando escuché esto, ya puede suponerse usted que me puse más rabioso que un leopardo, pero me acordé que era Sir Patrick O'Grandison, Baronet, y que no estaba bien que la cólera pudiera más que la buena educación, de manera que disimulé la rabia y me conduje con mucha gentileza, y al cabo de un rato, ¿qué piensa usted que el pequeño demonio me propone? Pues me propone visitar juntos a la viuda, agregando que tendría el placer de presentarme.

Cuentos - Edgar Allan PoeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora