El entierro prematuro

866 22 0
                                    

Hay ciertos temas de interés absorbente, pero demasiado horribles para ser objeto de una obra de ficción. El mero escritor romántico debe evitarlos si no desea ofender o desagradar. Sólo se los usa con propiedad cuando lo severo y lo majestuoso de la verdad los santifican y los sostienen. Nos estremecemos con el más intenso de los «dolores agradables» ante los relatos del paso del Beresina, del terremoto de Lisboa, de la peste de Londres y de la matanza de San Bartolomé, o la asfixia de los ciento veintitrés prisioneros en el Pozo Negro de Calcuta. Pero en estos relatos lo excitante es el hecho, la realidad, la historia. Como invenciones nos inspirarían simple aversión.

He mencionado algunas de las más destacadas y augustas calamidades que registra la historia; pero en ellas el alcance, no menos que el carácter de la calamidad, es lo que con tanta vivacidad impresiona la imaginación. No necesito recordar al lector que, del largo y horripilante catálogo de miserias humanas, podría haber elegido muchos ejemplos individuales más llenos de sufrimiento esencial que cualquiera de estos vastos desastres generales. La verdadera desgracia, el infortunio por esencia, es particular, no difuso. ¡Agradezcamos a Dios misericordioso que los horribles extremos de agonía sean soportados por el hombre solo y nunca por el hombre en masa!

Ser enterrado vivo es, fuera de toda discusión, el más terrible de los extremos que jamás haya caído en suerte al simple mortal. Que ha caído con frecuencia, con mucha frecuencia, nadie capaz de pensar lo negará. Los límites que separan la Vida de la Muerte son, en el mejor de los casos, vagos e indefinidos. ¿Quién puede decir dónde termina una y dónde empieza la otra? Sabemos que hay enfermedades en las cuales se produce una cesación total de las funciones aparentes de la vida, y, sin embargo, esa cesación es una simple suspensión para darle su justo nombre. Hay tan sólo pausas temporarias en el incomprensible mecanismo. Transcurrido cierto período, algún misterioso principio oculto pone de nuevo en movimiento los mágicos piñones y las ruedas de hechicería. La cuerda de plata no estaba suelta para siempre, ni irreparablemente roto el vaso de oro. Pero, entretanto, ¿dónde se hallaba el alma?

Sin embargo, fuera de la inevitable conclusión a priori de que tales causas deben producir tales efectos, de que los bien conocidos casos de vida en suspenso deben provocar naturalmente, una y otra vez, prematuros entierros, fuera de esta consideración tenemos el testimonio directo de la experiencia médica y vulgar para probar que realmente un gran número de estas inhumaciones se lleva a cabo. Yo podría referir de inmediato, si fuera necesario, cien ejemplos bien probados. Uno de características muy notables, y cuyas circunstancias quizá se conserven frescas todavía en la memoria de algunos de mis lectores, aconteció no hace mucho en la vecina ciudad de Baltimore, donde provocó una penosa, intensa y dilatada conmoción. La mujer de uno de los más respetables ciudadanos — abogado eminente y miembro del Consejo— fue atacada por una súbita e inexplicable enfermedad que burló el ingenio de sus médicos. Después de mucho padecer murió, o se supone que murió. Nadie sospechó, a decir verdad, ni había razón para sospechar, que no estaba realmente muerta. Presentaba todas las apariencias comunes de la muerte. El rostro tenía el habitual contorno contraído, sumido. Los labios mostraban la habitual palidez marmórea. Los ojos carecían de brillo. Faltaba el calor. Las pulsaciones habían cesado.


Durante tres días el cuerpo estuvo sin enterrar, y en ese tiempo adquirió una rigidez pétrea. El funeral, en suma, fue apresurado a causa del rápido avance de lo que se supuso era descomposición.

La señora fue depositada en la bóveda familiar, que permaneció cerrada durante los tres años siguientes. Al expirar este plazo fue abierta para la recepción de un sarcófago; mas, ¡ah!, ¡qué espantoso choque aguardaba al marido cuando abrió en persona la puerta! Al empujar los batientes, un objeto vestido de blanco cayó rechinando en sus brazos. Era el esqueleto de su mujer con la mortaja todavía puesta.

Cuentos - Edgar Allan PoeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora