El dominio de Arnheim, o el jardín-paisaje

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El jardín estaba acicalado como una hermosa dama que yaciera voluptuosamente adormilada y a los abiertos cielos cerrara los ojos.

Los campos de azur del cielo se congregaban dispuestos en amplio círculo con las flores de la luz. Los iris y las redondas chispas de rocío que pendían de sus azules hojas parecían

estrellas titilantes centelleando en el azul de la tarde.

(GILES FLETCHER)

Desde la cuna a la tumba un viento de prosperidad impulsó a mi amigo Ellison. Y no uso la palabra prosperidad en un sentido meramente mundano. La empleo como sinónimo de felicidad. La persona de quien hablo parecía nacida para ejemplificar las doctrinas de Turgot, Price, Priestley y Condorcet, para representar en un caso individual lo que se considerara la quimera de los perfeccionistas. En la breve existencia de Ellison creo haber visto refutado el dogma de que en la naturaleza misma del hombre se oculta un principio antagonista de la dicha. Un atento examen de su carrera me hizo comprender que, en general, la miseria del hombre nace de la violación de unas pocas y simples leyes de humanidad; que, como especie, poseemos elementos de contentamiento todavía no aprovechados, y que aun ahora, en medio de la oscuridad y la locura de todo pensamiento sobre el gran problema de las condiciones sociales, no es imposible que el hombre, el individuo, en ciertas circunstancias insólitas y sumamente fortuitas pueda ser feliz.

De opiniones como éstas mi joven amigo estaba también muy penetrado, y es oportuno señalar que el gozo ininterrumpido que caracterizó su vida era en gran medida resultado de un sistema preconcebido. Es evidente que con menos de esa filosofía instintiva, que en muchos casos tan bien sustituye a la experiencia, Ellison se hubiera visto precipitado, por el extraordinario éxito de su vida, en el común torbellino de desdicha que se abre ante los hombres eminentemente dotados. Pero en modo alguno me propongo escribir un ensayo sobre la felicidad. Las ideas de mi amigo pueden resumirse en unas pocas palabras. Admitía tan sólo cuatro principios o, más estrictamente, cuatro condiciones elementales de felicidad. La principal para él era (¡cosa extraña de decir!) la simple y puramente física del ejercicio al aire libre. «La salud —decía— que se alcanza por otros medios, apenas es digna de ese nombre.» Citaba las delicias del cazador de zorros y señalaba a los cultivadores de la tierra como las únicas gentes que, en cuanto clase, pueden considerarse más felices que otras. La segunda condición era el amor de la mujer. La tercera, la más difícil de realizar, era el desprecio de la ambición. La cuarta era la persecución incesante de un objeto; y sostenía que, siendo iguales las otras condiciones, la vastedad de la dicha alcanzable era proporcionada a la espiritualidad de este objeto.

Ellison se destacaba por la continua profusión de dones que le prodigó la fortuna. En


gracia y belleza personal sobrepasaba a todos los hombres. Poseía uno de esos intelectos para los cuales la adquisición de conocimientos es menos un trabajo que una intuición y una necesidad. Su familia era una de las más ilustres del imperio. Tenía por esposa a la más encantadora y abnegada de las mujeres. Sus posesiones siempre habían sido vastas; pero, al llegar a la mayoría de edad, el destino lo favoreció con uno de esos extraordinarios caprichos que conmueven a todo el mundo social en el que concurren, y rara vez dejan de modificar radicalmente la constitución moral de aquellos que son su objeto.

Parece que, unos cien años antes de que Mr. Ellison llegara a la mayoría de edad, había muerto, en una remota provincia, un tal Mr. Seabright Ellison. Este caballero había amasado una principesca fortuna y, falto de parientes inmediatos, tuvo la ocurrencia de dejar que su riqueza se acumulara durante un siglo después de su muerte. Dispuso minuciosa y sagazmente las varias maneras de invertir el dinero, y legó la masa total al pariente más cercano que llevara el nombre Ellison y estuviera vivo transcurridos esos cien años. Muchos intentos se habían hecho para anular el singular legado; fracasaron por su carácter ex post facto; pero el hecho despertó la atención de un Gobierno celoso y, por fin, se promulgó un decreto que prohibía toda acumulación semejante. Este decreto, sin embargo, no impidió al joven Ellison entrar en posesión, en su vigésimo primer aniversario, como heredero de su antepasado Seabright, de una fortuna de cuatrocientos cincuenta millones de dólares88

Cuentos - Edgar Allan PoeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora