«Tú eres el hombre»

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Yo haré el papel de Edipo en el enigma de Rattleborough. Explicaré a ustedes —como solamente yo puedo hacerlo— el secreto mecanismo que produjo el milagro de Rattleborough, el único, el verdadero, el admitido, el indiscutible, el indisputable milagro que acabó definitivamente con la infidelidad de los rattleburguenses y devolvió a la ortodoxia de los abuelos a todos los pecadores que se habían atrevido a mostrarse escépticos.

Este suceso —que lamentaría mucho exponer en un tono de inadecuada ligereza— tuvo lugar durante el verano de 18... Mr. Barnabas Shuttleworthy, uno de los vecinos más ricos y respetables del pueblo, había desaparecido días atrás bajo circunstancias que llevaban a sospechar las más funestas consecuencias. Había salido de Rattleborough un sábado muy temprano, a caballo, con la manifiesta intención de trasladarse a la ciudad de N..., a unas quince millas, y volver aquella misma noche. Empero, dos horas después su caballo volvió sin él y sin los sacos que al partir llevaba en la montura. El animal estaba herido y cubierto de barro. Aquellas circunstancias, como es natural, alarmaron mucho a los amigos del desaparecido; y cuando el domingo por la mañana se supo que no había vuelto, el pueblo se levantó en masa para ir a buscar su cadáver.

El primero y más enérgico organizador de esta búsqueda era un amigo íntimo de Mr. Shuttleworthy, llamado Mr. Charles Goodfellow, o, como todo el mundo le decía, «Charley Goodfellow» o «el viejo Charley Goodfellow». Ahora bien, si se trata de una maravillosa coincidencia o si el nombre tiene un efecto imperceptible sobre el carácter, es cosa que no he podido verificar jamás; pero existe el hecho incuestionable de que jamás ha existido un hombre llamado Charles que no fuera un individuo recto, varonil, honesto, bondadoso y franco, dueño de una voz profunda y clara, agradable de escuchar, y unos ojos que miran a la cara, como diciendo: «Tengo la conciencia tranquila, no temo a nadie, y jamás sería capaz de una acción mezquina». Y así ocurre que todos los generosos, negligentes «actores de carácter» se llaman con toda seguridad Charles.

Pues bien, aunque sólo llevaba unos seis meses en Rattleborough y nadie tenía noticias sobre él antes de que llegara para instalarse entre nosotros, el «viejo Charley Goodfellow» no había hallado la menor dificultad para hacerse amigo de toda la gente respetable del pueblo. Ni un solo vecino hubiera dudado un momento de su palabra, y, en cuanto a las damas, hacían cuanto estaba en su poder para congraciarse con él. Y esto provenía del hecho de llamarse Charles y de ser, por tanto, dueño de uno de esos rostros sinceros que proverbialmente constituyen «la mejor carta de recomendación».

He dicho ya que Mr. Shuttleworthy era uno de los hombres más respetables y, sin duda, el más rico de Rattleborough, y que el «viejo Charley Goodfellow» había intimado con él al punto de que parecía su hermano. Ambos caballeros eran vecinos, y aunque Mr. Shuttleworthy visitaba rara vez —si es que lo hizo alguna— al «viejo Charley», y jamás se supo que comiera en su casa, ello no impedía que ambos amigos estuvieran muchísimo juntos como ya lo he dicho; en efecto, el «viejo Charley» no dejaba pasar un día sin entrar tres o cuatro veces a ver cómo estaba su vecino, y muchas veces se quedaba a tomar el desayuno o el té, y casi siempre a cenar. En estas últimas ocasiones hubiera sido difícil saber cuánta cantidad de vino se tomaban los dos camaradas de una sola vez. La bebida


favorita del «viejo Charley» era el Chateau Margaux, y a Mr. Shuttleworthy parecía agradarle ver cómo su amigo se tomaba botella tras botella. Tanto es así que un día, cuando el vino había despertado el ingenio de ambos, aquél dijo a su compañero, dándole una palmada en la espalda:

—Te diré una cosa «viejo Charley», y es que eres el mejor compañero que haya encontrado desde que nací. Y, puesto que te gusta tanto beber de ese vino, que me cuelguen si no voy a regalarte un gran cajón de Chateau Margaux. ¡Que me cuelguen —repitió Mr. Shuttleworthy, que tenía la mala costumbre de decir juramentos, aunque no pasaba de algunos bastante inofensivos— si esta misma tarde no mando pedir a la ciudad un doble cajón del mejor vino que tengan y te lo regalo! ¡Vaya si lo haré! No digas ni una palabra: te repito que lo haré y se acabó. De modo que ponte al acecho...; ya te llegará uno de estos días, justamente cuando menos lo esperes.

Cuentos - Edgar Allan PoeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora