La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall

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Con el corazón lleno de furiosas fantasías

De las que soy el amo

Con una lanza ardiente y un caballo de aire,

Errando voy por el desierto.

(La canción de Tomás el loco)

Según los informes que llegan de Rotterdam, esta ciudad parece hallarse en alto grado de excitación intelectual. Han ocurrido allí fenómenos tan inesperados, tan novedosos, tan diferentes de las opiniones ordinarias, que no cabe duda de que a esta altura toda Europa debe estar revolucionada, la física conmovida, y la razón y la astronomía dándose de puñadas.

Parece ser que el día... de... (ignoro la fecha exacta), una vasta multitud se había reunido, por razones que no se mencionan, en la gran plaza de la Bolsa de la muy ordenada ciudad de Rotterdam. La temperatura era excesivamente tibia para la estación y apenas se movía una hoja; la multitud no perdía su buen humor por el hecho de recibir algún amistoso chaparrón de cuando en cuando, proveniente de las enormes nubes blancas profusamente suspendidas en la bóveda azul del firmamento. Hacia mediodía, sin embargo, se advirtió una notable agitación entre los presentes; restalló el parloteo de diez mil lenguas; un segundo más tarde, diez mil caras estaban vueltas hacia el cielo, diez mil pipas caían simultáneamente de la comisura de diez mil bocas, y un grito sólo comparable al rugido del Niágara resonaba larga, poderosa y furiosamente a través de la ciudad y los alrededores de Rotterdam.

No tardó en descubrirse la razón de este alboroto. Por detrás de la enorme masa de una de las nubes perfectamente delineadas que ya hemos mencionado, viose surgir con toda claridad, en un espacio abierto de cielo azul, una sustancia extraña, heterogénea pero aparentemente sólida, de forma tan singular, de composición tan caprichosa, que escapaba por completo a la comprensión, aunque no a la admiración de la muchedumbre de robustos burgueses que desde abajo la contemplaban boquiabiertos. ¿Qué podía ser? En nombre de todos los diablos de Rotterdam, ¿qué pronosticaba aquella aparición? Nadie lo sabía; nadie podía imaginarlo; nadie, ni siquiera el burgomaestre, Mynheer Superbus Von Underduk, tenía la menor clave para desenredar el misterio. Así, pues, ya que no cabía hacer nada más razonable, todos ellos volvieron a colocarse cuidadosamente la pipa a un lado de la boca y, mientras mantenían los ojos fijamente clavados en el fenómeno, fumaron, descansaron, se contonearon como ánades, gruñendo significativamente, y luego volvieron a contonearse, gruñeron, descansaron y, finalmente... fumaron otra vez.

Entretanto el objeto de tanta curiosidad y tanto humo descendía más y más hacia aquella excelente ciudad. Pocos minutos después se encontraba lo bastante próximo para que se lo distinguiera claramente. Parecía ser... ¡Sí, indudablemente era una especie de

globo! Pero un globo como jamás se había visto antes en Rotterdam. Pues, permítaseme preguntar, ¿se ha visto alguna vez un globo íntegramente fabricado con periódicos sucios? No en Holanda, por cierto; y, sin embargo, bajo las mismísimas narices del pueblo —o, mejor dicho, a cierta distancia sobre sus narices— veíase el globo en cuestión, como lo sé por los mejores testimonios, compuesto del aludido material que a nadie se le hubiera ocurrido jamás para semejante propósito. Aquello constituía un egregio insulto al buen sentido de los burgueses de Rotterdam.

Con respecto a la forma del raro fenómeno, todavía era más reprensible, pues consistía nada menos que en un enorme gorro de cascabeles al revés. Y esta similitud se vio notablemente aumentada cuando, al observarlo más de cerca, la muchedumbre descubrió una gran borla o campanilla colgando de su punta y, en el borde superior o base del cono, un círculo de pequeños instrumentos que semejaban cascabeles y que tintineaban continuamente haciendo oír la tonada de Betty Martin. Pero aún había algo peor. Colgando de cintas azules en la extremidad de esta fantástica máquina, veíase, a modo de navecilla, un enorme sombrero de castor parduzco, de ala extraordinariamente ancha y de copa hemisférica, con cinta negra y hebilla de plata. No deja de ser notable que muchos ciudadanos de Rotterdam juraran haber visto con anterioridad dicho sombrero, y que la entera muchedumbre pareciera contemplarlo familiarmente, mientras la señora Grettel Pfaall, al distinguirlo, profería una exclamación de jubilosa sorpresa, declarando que el sombrero era idéntico al de su honrado marido en persona.

Cuentos - Edgar Allan PoeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora