Metzengerstein

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Pestis eram vivus-moriens tua mors ero.

(MARTÍN LUTERO)

El horror y la fatalidad han estado al acecho en todas las edades. ¿Para qué, entonces, atribuir una fecha a la historia que he de contar? Baste decir que en la época de que hablo existía en el interior de Hungría una firme aunque oculta creencia en las doctrinas de la metempsicosis. Nada diré de las doctrinas mismas, de su falsedad o su probabilidad. Afirmo, sin embargo, que mucha de nuestra incredulidad (como lo dice La Bruyère de nuestra infelicidad) vient de ne pouvoir être seuls (En L'an deux mille quatre cents quarante, Mercier defiende seriamente la doctrina de la metempsicosis, y J. d'Israeli afirma que «no hay ningún sistema tan sencillo y que repugne menos a la inteligencia». Se dice asimismo que el coronel Ethan Allen, «el muchacho de las Montañas Verdes», era asimismo un firme convencido de la metempsicosis.)

Pero, en algunos puntos, la superstición húngara se aproximaba mucho a lo absurdo. Diferían en esto por completo de sus autoridades orientales. He aquí un ejemplo: El alma —afirmaban (según lo hace notar un agudo e inteligente parisiense)— ne demeure qu'une seule fois dans un corps sensible: au reste, un cheval, un chien, un homme même, n'est que la ressemblance peu tangible de ces animaux.

Las familias de Berlifitzing y Metzengerstein hallábanse enemistadas desde hacía siglos. Jamás hubo dos casas tan ilustres separadas por una hostilidad tan letal. El origen de aquel odio parecía residir en las palabras de una antigua profecía: «Un augusto nombre sufrirá una terrible caída cuando, como el jinete en su caballo, la mortalidad de Metzengerstein triunfe sobre la inmortalidad de Berlifitzing.»

Las palabras en sí significaban poco o nada. Pero causas aún más triviales han tenido —y no hace mucho— consecuencias memorables. Además, los dominios de las casas rivales eran contiguos y ejercían desde hacía mucho una influencia rival en los negocios del Gobierno. Los vecinos inmediatos son pocas veces amigos, y los habitantes del castillo de Berlifitzing podían contemplar desde sus encumbrados contrafuertes, las ventanas del palacio de Metzengerstein. La más que feudal magnificencia de este último se prestaba muy poco a mitigar los irritables sentimientos de los Berlifitzing, menos antiguos y menos acaudalados. ¿Cómo maravillarse entonces de que las tontas palabras de una profecía lograran hacer estallar y mantener vivo el antagonismo entre dos familias ya predispuestas a querellarse por todas las razones de un orgullo hereditario? La profecía parecía entrañar —si entrañaba alguna cosa— el triunfo final de la casa más poderosa, y los más débiles y menos influyentes la recordaban con amargo resentimiento.

Wilhelm, conde de Berlifitzing, aunque de augusta ascendencia, era, en el tiempo de nuestra narración, un anciano inválido y chocho que sólo se hacía notar por una excesiva cuanto inveterada antipatía personal hacia la familia de su rival, y por un amor apasionado hacia la equitación y la caza, a cuyos peligros ni sus achaques corporales ni su incapacidad

mental le impedían dedicarse diariamente.

Frederick, barón de Metzengerstein, no había llegado, en cambio, a la mayoría de edad. Su padre, el ministro G..., había muerto joven, y su madre, lady Mary, lo siguió muy pronto. En aquellos días, Frederick tenía dieciocho años. No es ésta mucha edad en las ciudades; pero en una soledad, y en una soledad tan magnífica como la de aquel antiguo principado, el péndulo vibra con un sentido más profundo.

Debido a las peculiares circunstancias que rodeaban la administración de su padre, el joven barón heredó sus vastas posesiones inmediatamente después de muerto aquél. Pocas veces se había visto a un noble húngaro dueño de semejantes bienes. Sus castillos eran incontables. El más esplendoroso, el más amplio era el palacio Metzengerstein. La línea limítrofe de sus dominios no había sido trazada nunca claramente, pero su parque principal comprendía un circuito de cincuenta millas.

Cuentos - Edgar Allan PoeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora