Tal vez la molesta mujer tenía razón y la idea de la ducha era cada vez más necesaria, para relajarme y comprender mi situación. Abrí la puerta con facilidad.

Me guardé la llave como si fuera mía.

En esta cuarto todo era distinto a la habitación 129.

Un fuerte olor a jazmín me recibió en aquel lugar.

La paredes era demasiado limpias y claras, los muebles rústicos hacían contraste con el piso. Solo busqué un espacio apropiado para colocar los bolsas plásticas entre todo aquello que era irónicamente ordenado pero confuso.

Mis sucias botas caminaban en una superficie de madera brillante. Probablemente las pisadas se podían escuchar hasta el otro extremo del pasillo.

Al fin llegué al cuarto de baño. Parecía que compartía el lugar con alguien más, había demasiados productos para el cabello y para la piel existían diferentes tipos de cremas y lociones, cada una era específicamente para una zona del cuerpo.

Todo completamente ordenado.

No le tomé importancia.

Me desnudé y busqué un espejo, pero no había. Así que me miré por el reflejo de los azulejos. Era yo solo que más delgado... me veía cansado, mi semblante indicaba que no había dormido lo suficiente por lo menos en dos semanas.

Giré el grifo y el agua helada comenzó a entibiarse hasta alcanzar una temperatura como para despellejar pollos. Realmente estaba caliente y cada vez más.

Me encontraba en un estado de transición entre la incertidumbre y la profunda relajación; mientras disfrutaba el agua que recorría todos los rincones de mi cuerpo.

No quise hacer un desorden y decidí secarme con el primer juego de toallas que encontré.

Todas las toallas eran blancas.

De pronto la chapa de la puerta principal giró a la izquierda y luego a la derecha, al mismo tiempo se escucharon unos leves pasos que provenían de la entrada del apartamento.

Detuve la respiración durante un instante. Mientras cerraba la toma de agua esperaba alguna señal de aquella misteriosa visita. Por un instante me asusté creyendo que se trataba de un intruso.

—Pero que demonios, con el aspecto de todo este lugar... el intruso puedes ser tú. —

Pensé.

Miré por el breve espacio entre la puerta y el marco de la misma.

La misteriosa intrusa se trataba de una mujer. Por la posición de la habitación aquella fémina me daba la espalda y por su actitud tan relajada parecía que aún no se percataba de mi presencia. Colgó su empapado abrigo en el respaldo de una de las cuatro sillas del comedor. Recogió su cabello negro para hacerse una coleta con un pequeño prendedor de color rojo, que por cierto hacia juego con su blusa.

Mientras la observaba recordé la imagen del bolsillo de mi abrigo que ahora estaba en el piso del cuarto de baño.

Me mordí el labio inferior mientras decidía mi próximo movimiento.

Cerré con seguro, me tomé mi tiempo para vestirme sin apuros, tratando de guardar el mayor de los silencios posibles. Al cabo de diez minutos abrí la puerta con total normalidad y caminé hacia la sala. La mujer se encontraba sentada en el pequeño sofá del living, y no parecía sorprendida con mi presencia, su semblante era demasiado tranquilo. Me miró con desaire y continuó leyendo una revista de decoración de interiores que parecía como un álbum, era un ejemplar muy grande para sus pequeñas manos, me recordó a las clásicas gacetas universitarias en las que colaboraba.

— ¿Miranda? —Le dije con una voz muy tímida.

—Sabía que algún día olvidarías mi rostro pero no creí que fuera tan pronto.

—Tu rostro es lo único que ha tenido sentido hasta ahora. —Repliqué de forma dramática.

Y era cierto, comprobé que la hermosa mujer del retrato si existía, comprobé también que yo era un conocido para ella o tal vez algo más.

—Te ves cansado. ¿Tuviste un mal día? Ven, siéntate a mi lado.

—Suspiró.

Solo me quedo tirar una sonrisa sarcástica y tomar asiento. No entendía lo que pasaba pero estaba dispuesto a averiguarlo. Además la mujer era muy hermosa así que solo me tomaría unos minutos.

—Deberíamos comprar un nuevo sofá, como los que hay aquí, mira... —Me mostró la revista, tenía razón; los muebles de esa pagina estaban increíbles pero a mi me importaba un pepino la decoración de interiores. Me miró fijamente y me abrazó. Me sentía un niño indefenso, no sabía que hacer.

Le correspondí el abrazo y de pronto sentí una sensación de alivio que no había tenido en toda la maldita tarde. Era el alivio que siente un drogadicto en sobredosis cuando le dejan ir una inyección de adrenalina en la pierna.

Cerré los ojos y concentre mi sentido del olfato en ese maravilloso olor a jazmín que nacía de la piel de esa mujer. De la piel de Miranda.

Hasta ese momento comprendí que aquel lugar era nuestro hogar, que la fotografía en el bolsillo era mía.

Comprendí que Miranda y yo estábamos juntos.

El Viaje (Novela)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora