VIII

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Los pensamientos me aterraban. Si todo esto era alguna broma estaba muy bien planeada. Esa noche Miranda se durmió entre mis brazos en el sofá, la cargué y la lleve a nuestra cama; le despojé con sumo cuidado sus elegantes pero sencillos zapatos y su prendedor del cabello para no despertarla.

Aunque estaba dormida seguía siendo hermosa.

Soltó una breve bocanada al momento que la cubría con sus delicadas sábanas.

Miré alrededor y me encontré con un par de fotografías, esta vez estábamos los dos y en verdad parecía que nos amábamos.

No entendía ni un carajo de lo que estaba pasando. Afuera llovía y no pensaba regresar a la cafetería con aquella mujer tan hostil. Tomé asiento en un taburete con forma de cubo que había a los pies de su lecho; tenía miedo de dormir.

Toda esta historia me parecía intrigante pero al mirarla a ella, dormida, tan pasiva me provocaba una tranquilidad que nunca había experimentado.

Lo único que tenia sentido era mi ropa, sin duda me gustaba pero, este lugar, sentía que no pertenecía aquí.

Después de un par de horas tratando de dormir, conseguí dormitar alrededor de cuarenta y cinco minutos; que fueron suficientes tomando en cuenta lo extraño de mi situación. Me había quedado dormido como un verdadero indigente, sentado en aquel taburete hasta que los rayos del sol se asomaron por el hilillo de la cortina, pegándome de frente. Eran molestos pero le daban un toque agradable a la decoración.

Recordé el frasco de café que Sarah me había conseguido e inmediatamente me di a la tarea de prepararme una buena taza hirviente de esos finos granos. Supongo que si iba a pasar otra noche aquí, por lo menos necesitaba averiguar que ocurría conmigo antes de que la mujer en la cama despertara y comenzará a hacer preguntas.

Miré por el rabillo del ojo; la cabellera larga y negra seguía ahí, a mi lado. Me moví de la habitación casi sin respirar para no despertar a la mujer que había pasado la noche conmigo.

Después de orinar, me puse los vaqueros y seguí buscando algo, pistas, respuestas. En vez de eso destapé el frasco de vidrio y me dirigí a la cocina.

Herví un poco de agua en un viejo traste de metal que posaba en la estufa y al mismo tiempo cambiaba el filtro de la cafetera para invitarle una taza a la mujer en la habitación. No hubo necesidad, el aroma la despertó. Me miró mientras extendía su fino y delgado brazo para tomar la taza y después de un pequeño sorbo -"buenos días"- me sonrió.

— ¿Te quedarás en casa? —Expresó tras otro trago de café.

—Mhh, claro, ¿por qué no? —Contesté torciendo los labios.

Quería preguntarle quien era ella y que hacía yo ahí. Pero en sus ojos todo parecía tan normal que no quise asustarla.

El asustado era yo, ¿y si ella me preguntaba a mi?

Ella se contemplaba a través del espejo del tocador mientras yo jugaba a soplarle a las pocas gotas que aún escurrían sobre los cristales de las ventanas. La calle seguía mojada, aunque la lluvia se había detenido por completo, la luz de día no duraría mucho tiempo. Un par de nubes del mismo tamaño y color al del Hindenburg amenazaban con una tarde tormentosa.

—Hoy iré a la plaza con Sarah, tal vez me compre los zapatos que tanto te gustaron el mes pasado.

—¡Claro! el mes pasado. —Apenas recordaba las últimas ocho horas de mi vida pero por lo visto, seguramente tenía buen gusto por los zapatos, como en casi todo lo que se ponía.

El Viaje (Novela)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora