El edificio donde vivía solía ser un antiguo hotel ubicado en el corazón de la ciudad. Como todo edificio del centro, era un lugar que parecía estar a punto de ser demolido, sus muros agonizaban, sus pasillos gélidos y solitarios podrían ser el perfecto escenario para el rodaje de una película de terror, o de alguna novela sobre la mafia y la prostitución. Tengo que bajar desde el Cuarto Piso por aquellas escaleras grandes y anchas; porque lo que alguna vez fuera el lugar del elevador ahora sirve como almacén para cualquier cantidad de productos de limpieza. Al fin me encuentro con el portón grande de acero, que probablemente pesaba más que el auto del vecino.

Afuera la lluvia no cesa, era esa lluvia torrencial como la que caía en las películas sobre la invasión de los norteamericanos en la selva de Vietnam entre los sesentas y setentas.

Yo era fan.

La calle luce con cierta tristeza, lo único que puedo apreciar son personas de todos los tipos de clases sociales y razas que corren en desorden tratando de escapar del bombardeo pluvial constante.

Me recuerda a la nostálgica Londres cuando estuve unos días para la convención anual de Periodistas Independientes.

Pero estoy listo. Mis botas Dr. Marteens y el abrigo de corte inglés hacen que la lluvia parezca una ligera brisa de mar.

La estación más cercana del tren subterráneo se encuentra a tres cuadras, así que solo me queda caminar mientras siento como el agua resbala por mi rostro...

Me acerco a la taquilla, juego con las pocas monedas dentro del bolsillo de mi pantalón, compro un boleto para un solo viaje, estoy consciente que tal vez no exista el camino de regreso. Al menos no en esta porquería de fierro viejo y plástico quemado. No.

El torniquete que da el acceso a los andenes está sucio y oxidado. Al cruzarlo entro a un mundo completamente extraño. Hay tantos rostros aquí abajo que me es imposible distinguir entre las personas que esperan viajar y las que solo se resguardan de aquella tormenta.

Observo cuidadosamente el mapa de la red subterránea y en cada estación revivo algún episodio de mi vida. En una capital mundial como ésta, cada estación del transporte público representaba una libreta llena de historias, algunas resultaban buenas, otras malas, abundaban las estúpidas y escaseaban las interesantes.

Esa tarde no sabía exactamente en cual de esas categorías definiría mi historia.

A lo lejos escucho el molesto ruido del metal caliente de las vías haciendo contacto con los gastados frenos del tren, lucho por acercarme a la puerta, pero la multitud se resiste a darme una oportunidad para moverme. Somos tantos que parecíamos estar en medio de una maldita manifestación religiosa.

Después de varios empujones y una que otra maldición, logre entrar.

Una vez dentro traté de sacudir un poco las gotas de mi abrigo, la ventilación está apagada, adentro el calor humano convierte ese vagón en la antesala del infierno.

Los tubos que sirven de apoyo para los pasajeros son opacos, el brillo se esconde detrás de las huellas dactilares de las miles de personas que abordan día a día, esas huellas tan marcadas, son parecidas a las huellas en mi alma, las que con cada viaje al subterráneo intento borrar, pero sigo sin tener suerte.

Aquello me hizo pensar por un instante sobre lo increíble que parece que siendo el centro financiero, político, social y cultural del país, nadie se salude, nadie se conozca, mucho menos nadie sea amable con el tipo que viaja a su lado, todos se miran como si fueran prisioneros sentenciados a la inyección letal caminando sus últimos pasos hacia el patíbulo.

El Viaje (Novela)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora