Entre amor y papel higiénico, las dinámicas no cambian demasiado

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I

Gintoki sabía que no debió haberlo hecho (Aunque nunca lo iba a admitir, mucho menos frente a la vieja, porque siempre se pasaba advirtiéndole lo mismo y nunca obedecía) Pero eso de la comida gratis se oía tentador y el hambre y la escasez de dinero apretaban en esos días, así que como decían: «Lo que no mata engorda», y con esa convicción en la mente se atragantó con Kagura y Shinpachi en aquel puesto de dudosas medidas sanitarias (para recalcar «gratis» borraba cualquier otro detalle que pudiera ser importante a ojos de los Yorozuya) Y al final, parecía ser que terminaría muriendo, porque en ese momento permanecía sentado en el trono, creyendo con seriedad que a como su colon continuara purgándose de aquella manera, terminaría con una cintura de avispa de proporciones inhumanas, de esas que últimamente estaban de moda; el calor que ese día achicharraba el barrio tampoco ayudaba con su situación, gruesas gotas de sudor le perlaban el rostro y el baño estaba a puertas cerradas, si no moría por deshidratación, lo haría asfixiado. No quería imaginar cómo encontrarían su cadáver: Arrugado como una pasa y con el culo al viento, una imagen lamentable y para rematar su cadena de mala suerte, en ese instante jaló la última hebra de papel higiénico. 

Su corazón se detuvo.

—Imposible... —Trató de sonreír, pero fue más como la mueca de un asesino en serie; uno que sudaba el doble de lo normal mientras buscaba con sus ojos de pescado muerto, ahora bien abiertos, algún rastro de papel—. No, no, no, no, no ahora por favor —tartamudeó neurótico. Maldiciendo desde el fondo de su hígado azucarado su pobreza, la que lo había obligado a devorar toda aquella porquería el día anterior y que muy probablemente había tenido un efecto similar en Kagura por la mañana, dejando como resultado el trágico desenlace que estaba viviendo. Ni el cartón quedaba.

Se desordenó el cabello, pensando a mil por hora. La temperatura subía cada vez más y su cerebro comenzaba a sobrecalentarse, Kagura había decidido sacar a pasear a Sadaharu de milagro, seguro que a esas alturas estaba refugiada debajo de algún puente y no regresaría hasta el atardecer, Shinpachi tampoco estaba, había ido en busca de medicina para el estómago, pero podía apostar uno de sus cartones de leche de fresa a que estaba disfrutando del aire acondicionado en la farmacia o entregándose a su destino funesto con la diarrea, en algún baño de Edo, con papel doble hoja de sobra.

Ahora que lo pensaba. No había bebido leche de fresa durante un buen rato.

Se relamió los labios como reflejo, sintiéndolos resquebrajados y la garganta llena de tiza. En ese instante era como un caminante en medio del desierto, con el sol derritiendo su piel, apunto de colapsar por la fiebre y con el sueño distante de encontrar una gota de agua (leche) en ese infierno lleno de arena ardiente.

Quiso hacerse bolita, pero su trasero atrapado en la taza se lo impidió, por supuesto, nunca creyó volver a estar envuelto en una encrucijada tan obscura como la que había vivido aquella vez en los territorios de Kyuubei. Moqueó y dejó caer la cabeza sobre sus rodillas, entregándose a la ruina, esta vez no había lija o billete que pudiera sacarlo de su apuro.

Tal vez transcurrieron un par de minutos, seguro menos, cuando escuchó la puerta principal ser abierta con un deslizar suave que en esos momentos fue como un coro celestial a sus oídos (A menos que fuera la masoquista, ahí sí estaría en problemas, después de meses de no aparecerse estaría hambrienta, lo encontraría vulnerable y no quería saber hasta qué punto llegaban sus gustos fetichistas)

—¿No hay nadie en casa? —Reconoció esa voz a la perfección, hacía mucho no la escuchaba, pero no había tiempo para emotividad o pensamientos románticos con respecto a su pareja (Para ser sincero, había olvidado que ese día regresaba)

La vida con un cabeza permanente |Gintoki Sakata|Lectora|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora