III

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Siempre sentí admiración hacia Irina aunque, en una suerte de ironía, era ella la que trataba de imitarme, copiaba algunas de mis frases y gestos con tanto talento que me hacía reír.

A ella no le importaba lo que los demás dijeran de sí, y vaya que hablaban, la señalaban como una criatura inusual, la respetaban para ocultar la inquietud que su presencia producía.

¿Acaso no somos todos singulares, profesor? Con nuestras particularidades, algunas manías no tan saludables y cierta inadaptación, nos sentimos únicos en este universo de infinitos seres agrupados en sociedades con hábitos compartidos.

Irina era rara, pero no a los ojos de mi yo de los siete años, no ante la mirada de una niña que le bastaba tener una amiga para sentir colmado el vacío de su soledad. Se preocupaba por mí, le encantaba oírme hablar de mi familia. Siempre hacía comparaciones entre nuestras vidas como aquella vez que me dijo:

—¿Sabes...? No somos tan diferentes. Solo necesitamos hacer algunos arreglos.

Dos gotas carmesíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora