XII

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No estoy segura de cuánto tiempo pasó, quizá uno o dos meses en los que me dio mi espacio.

Una tarde fui a patinar a la avenida, a mi madre no le agradaba que lo hiciera en casa porque rayaba sin pretenderlo las cerámicas o corría el riesgo de tropezar con algún mueble.

El patinaje es mi forma de rebelarme, ¿sabe? Porque, como he mencionado, lo cinético-corporal era una de las debilidades de Irina. El que yo lo disfrutara siempre fue una espina en su ojo, uno de nuestros imperdonables contrastes.

Casi temía encontrarla allí, esperándome en los columpios con esa sonrisa tan carente de luz. No estaba. Sentí tanto alivio que perdí el sentido del tiempo y ya había empezado a anochecer cuando inicié el viaje de regreso.

Antes de que pudiera insertar la llave en mi propia puerta, esta fue abierta por un hombre mayor que jamás había visto, de inconfundible uniforme azul.

Me pidió mi identificación, pregunté dónde estaban mis padres. Dijo mi nombre, interrogué por lo que estaba pasando. Intercambió una mirada con su compañero, aquellas conversaciones sin palabras que rara vez auguraban algo bueno.

Las preguntas sin respuesta de ambos bandos continuaron un instante más, ante el umbral de mi hogar sin permitirme entrar, hasta que me dijo que necesitaban el teléfono de algún familiar mayor de edad, un tío, un abuelo, un amigo cercano.

Fue mientras le dictaba el celular de mi abuela cuando lo vi. Colgando de su bolsillo, la cadenita que mamá le obsequió a papá para su décimo aniversario, aquella que no se quitaba ni siquiera en la ducha.

La misma que había jurado no arrancarse hasta el final de sus días.

Dos gotas carmesíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora