IV

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Cuando tenía ocho años, acompañé a Irina y sus abuelos al parque.

Fue la primera vez que me dio un obsequio sin más excusas que ser una ofrenda de amistad, un sombrero vaquero de ala ancha que me recordó a la película de pistoleros que habíamos visto la semana anterior. Me hizo ingenuamente feliz descubrir que se había comprado uno a juego y ahora lucíamos cómo las hermanas que nunca tuvimos.

Jugamos a las exploradoras, creando historias ambientadas en el bosque que contemplábamos. Me encantaba oír sus cuentos, aunque fuesen casi siempre de terror con finales abiertos como la princesa vampiro que devoraba al príncipe, o el soldado loco que atacaba turistas inocentes.

Nos detuvimos frente a un viejo puente de madera, el agua debajo no era de gran profundidad, pero corría con fuerza y muy rápido. Aunque tuvimos mucho cuidado al cruzarlo, mi amiga pisó una tabla podrida y sus pies se hundieron. Sentí tanto miedo porque sus dedos se clavaron en mi brazo y casi nos precipitamos a lo que podría haber sido un abismo.

No sé cómo conseguí recuperar el equilibrio y lanzarnos hacia atrás a una zona estable. Al regresar a tierra yo temblaba, ella seguía con la vista a los sombreros que se llevaba la corriente como si fuesen cuerpos que no podríamos recuperar, presagios de la vorágine que nos absorbería en un futuro inminente. La convencí de no ir por ellos porque necesitábamos descubrir el origen de la sangre en sus rodillas.

Usamos servilletas de papel para limpiarla, solo se trataba de unos raspones sin astillas, pero ella estaba convencida de que le quedarían marcas. Me preguntó si yo tenía alguna cicatriz parecida, mi negativa pareció decepcionarla.

En el camino de regreso, insistió en tomar un sendero diferente. Había demasiadas ramas y los arbustos nos llegaban hasta los hombros, por lo que apenas veía el suelo o mis propias manos.

En cierto momento sentí que algo se atravesaba en el camino de mis pies y me empujaba hacia adelante. Caí sobre rocas que se me incrustaron en las rodillas.

Mi mejor amiga gritó mi nombre preocupada, luego me ayudó a limpiarme como yo había hecho antes con sus heridas. Pero atrapé el fantasma de una sonrisa en su boca, un gesto distraído que ya había visto antes, sutil, sin llegar a esos ojos que se encontraron con los míos en un silencio significativo.

Exactamente, profesor, en determinadas situaciones se es mitad víctima, mitad cómplice. Esa tarde fue la primera vez que decidí negar lo evidente. Ella simuló que había sido un accidente, yo fingí haberle creído.

Dos gotas carmesíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora