VII

163 31 4
                                    


El sábado siguiente hizo lo mismo, y ahí estuvo de nuevo Erwin. Pronto, ir los viernes a la casa de Mikasa se había vuelto una rutina, y ya no encontraba interesante y mucho menos emocionante acostarse con ella por la noche. En realidad, Jean había comenzado a visitarla con el único objetivo de dormir allí para la mañana siguiente ir al microcentro y encontrarse en la cafetería con su profesor antes de regresar a su casa. Su madre, después de todo, no le dejaría ir un sábado a las ocho de la mañana a encontrarse en una cafetería con un hombre once años mayor que él. ¡Se escandalizaría! Así que usaba la casa de Mikasa como un simple y llano salvoconducto.

—¡Que coincidencia encontrarlo otra vez aquí, profesor! —le había dicho una vez.

Erwin, con los ojos de nuevo entornados, le había contestado:

—Claro, que coincidencia que todos los sábados, a las ocho de la mañana, estés aquí y vengas a hablarme.

Sin embargo, a medida que los sábados de encuentros se repetían, el rubio iba acostumbrándose a la presencia del menor, y empezaban a tener conversaciones más personales. Una vez hablaron sobre la belleza de las piedras, un tema muy estúpido para muchos, pero que sólo en la boca de Erwin tomaba un valor profundo y sentimental.

¡Está cayendo! pensó una noche Jean, mientras se hacía ovillo entre las sábanas de su cama. Estaba contento, y en medio de su regocijo, nació en él la imperiosa necesidad de masturbarse pensando en su profesor y no en Mikasa. Cuando lo hizo, se sintió extraño, pero acabó por dormir apaciblemente.

Samstag LiebeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora