XV

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Había pasado poco más de un año desde que había dejado la preparatoria, y sólo dos meses desde que le había deseado una feliz Navidad en la distancia al hombre que había admirado una vez. Era casi finales de febrero, y faltaban pocos días para iniciar su cuarto cuatrimestre en la universidad. En la fría mañana de invierno del último sábado de vacaciones, Jean decidió volver a visitar la cafetería en la que, un tiempo atrás, solía quedarse gustosamente a disfrutar y entretenerse durante una hora y a veces un poco más.

Se sentó en el mismo sitio en el que Erwin solía estar, esperó un rato en silencio, le dijo amablemente a la misma moza de cara bonita y curvas pronunciadas que por el momento no pediría nada, y se quedó divisando el panorama. Casi que quería ver con los mismos ojos de su antiguo profesor el mundo que lo rodeaba. Yo también esperaré aquí, sentado a las ocho de la mañana, a que alguien se acerque a charlar y a beber café caliente conmigo. Kirschtein cruzó los dedos de las manos, apoyó el mentón sobre ellos y enderezó la espalda. ¿Qué mirabas desde aquí? ¿Qué esperabas sin ordenar nada? ¿A la chica guapa del cabello rojo y rizado? ¿A tu amante? ¿A tu novia? El castaño cerró los ojos y dejó que el aroma de los granos recién molidos de café le llenaran los pulmones. Estuvo así un largo rato, inhalando y exhalando, como si el olfato le proporcionara énfasis a sus memorias matinales de los sábados en preparatoria. Se acordó de Mikasa, y cuando abrió los ojos, se pudo ver a sí mismo sentado delante de sí, contándose que se había excitado pensando en su profesor. Como un corderito perdido en la bruma del infierno, pensó, tambaleando en la cuerda para atravesar un hoyo profundo que no resultó ser más que pura admiración. Ensimismado en la tiniebla de sus propias ideas, no había escuchado el tintineo del llamador de ángeles en la puerta del local.

Los borcegos acordonados, el pantalón oscuro, la chaqueta de cuero marrón y la camiseta blanca. Jean se acordó de alguien cuando vio las vestimentas del extraño, que le miraba en silencio y con una sonrisa desde el otro lado de la cafetería. Los ojos profundamente azules, brillantes, parecían querer ahondar en sus pupilas. Lentamente, el extraño se acercó.

—Me hubiera sentado allá, al otro lado de la barra, y me hubiera quedado mirándote en silencio durante quince minutos mientras me preguntaba una y otra vez si debía abordarte en lo que me terminaba apresuradamente mi desayuno, pero creo que he decidido optar por el camino más rápido —Erwin Smith tomaba asiento frente a él, y recargaba la espalda cómodamente en la silla—. Y ahora, me atrevería a confesarte con vergüenza que me he excitado pensando en ti, y que imaginarte es la única manera en que se me pon e dura... pero eso no es propio de mí. ¿Verdad? Y tampoco, por supuesto, algo que se deba hablar en una cafetería con tan poca gente.

Jean permaneció atónito, su corazón había perdido el curso natural de sus latidos y ahora parecía desbocarse bombeando sangre.

—Buen día, profesor.

—¿Otra vez aquí, Jean? —el rubio apoyó la mano sobre la mesa, y tamborileó en un compás suave los dedos contra la misma—. Esta mañana me desperté, y he pensado "quizá Jean Kirschtein siga yendo a esa vieja cafetería del microcentro, debería ir a averiguarlo". Y, ta-dán, me encuentro con un jovencito mudo que lo primero que hace al dirigirme palabra después de tanto es saludarme con un tembloroso "buenos días, profesor" —Smith esbozó una sonrisa ladeada—. Que curioso que sigas llamándome así, ¿me he quedado con ese título en tu vida? ¿Sabes que este es mi sitio favorito, y esa, mi silla preferida? ¿Estás imitándome, Jean? ¿O simplemente añorando las veces en que nos sentábamos aquí, los dos, a hablar?

—No, no lo estoy imitando, sólo quería saber... o al menos, imaginar, lo que sentía usted al estar sentado en este lugar.

—Bueno —Erwin se inclinó hacia adelante y descansó los antebrazos sobre la mesa, mientras entrelazaba sus propias manos—. Aparte de sentirme acosado por un chico de diecisiete años, que era mi alumno, y se sentaba en un lugar desde el que podía verlo por el rabillo del ojo, y notar que me estaba observando tan fijamente... nada —después de decir aquello, la sonrisa se acentuó en su boca.

—Creí que no sabía que lo estaba mirando.

—Si hay algo en lo que no eres bueno, es para disimular, Jean —el rubio soltó una risa corta—. Pero no me molestaba que te quedaras mirándome durante quince minutos, o que tragaras tu desayuno tan rápidamente para venir a hablarme. Me hacías sentir como una estrella de la televisión, siendo perseguido por un paparazzi.

—¿Qué?

Erwin agitó la mano, restándole importancia a lo que había dicho.

—¿Qué tal te ha ido? Supongo que vas a la universidad. ¿Has encontrado otro profesor al cual esperar un día, a determinada hora, en algún sitio? —Jean se ruborizó como antaño hacía.

—No, no lo he hecho. Y me ha ido bien, ¿y a usted? ¿Sigue dando clases en mi colegio?

—No —contestó Smith, y se rascó suavemente la barbilla—. En realidad, el profesor Dok, de un día para otro, vino y tomó de nuevo sus horas de clase.

—Que triste —y lamentable por sus nuevos alumnos, pensó el castaño.

—Eso creo, de todos modos, he encontrado trabajo en otros lados.

Y así continuaron charlando de forma amena sobre temas variados, espontáneos y desligados el uno del otro hasta que fueron las diez de la mañana. El viernes que viene, le dijo Smith, ¿podrías venir aquí a las seis de la tarde? Jean, extrañado, accedió. 

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