XVI

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Ese viernes, y aunque había vuelto cansado de la universidad, se tomó el tiempo de ir hasta la cafetería. Se quedó ahí sentado un largo rato, sin pedir nada, como el día anterior. Esperó media hora, y entonces vio a Erwin entrar en el local. Merendaron té negro y comieron algunas masas dulces en lo que charlaban. El tiempo transcurrió rápidamente.

Pasearon de nuevo por el microcentro, y luego terminaron yendo a la costa.

—Recuerdo que estaba tan obstinado en que me considerara un alumno de confianza, al igual que el resto de los profesores —Jean estaba mirando en el agua el reflejo del sol que, moribundo, desaparecía poco a poco en el horizonte.

—¿Creíste que no confiaba en ti?

—Bueno, usted era muy frívolo en ese entonces.

—Si no hubiese confiado en ti, no sólo como alumno sino también como persona, en primer lugar, en la cafetería jamás te hubiese dirigido la palabra ni me hubiese arriesgado a oír tus confesiones obcenas.

—¿Por qué dice eso?

—Cuando eres un profesor —explicó Erwin, metiendo las manos en los bolsillos de su pantalón negro—; y pasa algo como eso con un alumno, generalmente no puedes quedarte demasiado tiempo hablando con él. Los adolescentes y los niños, pero principalmente los primeros, son de lengua suelta. Me pasó en el colegio en el que estuve antes de haber ingresado en el tuyo.

—¿Qué es lo que pasó?

—Deposité mi confianza en una de mis alumnas. La apreciaba, muchísimo, era excelente conversadora, muy perspicaz y estudiosa; pero también rápida para el engaño, el enojo y los caprichos —se encogió de hombros, y se sentó sobre la barra, dándole la espalda al mar—. Confié, y un día, de la nada, me dijo quiero hacer el amor con usted, profesor; sí, así justamente, entró en la sala en la que estaba tomando mi descanso, y me lo soltó en la cara. Le amo, me dijo, e insistió en que así era cuando le repetí que no era más que una ilusión adolescente que, con el tiempo, desaparecería. Le amo, decía una y otra vez, mientras movía su faldita descaradamente frente a mis narices, tómeme, he sido suya desde que le conocí, ¡no sabe cuánto me moja escuchar su voz en las clases de historia! O cuando me habla sobre cosas tan estúpidas como piedritas sin significado alguno oh, pensó Jean, a ella también le habló sobre piedras—. Yo me puse de pie, la miré a los ojos con una sonrisa y le dije si no hubieras dicho eso último, te hubiese enseñado clases de anatomía aquí mismo, pero intentar ser sarcástico y cruel me costó caro —Erwin soltó una risa breve—. Al siguiente día sus padres vinieron, ella estaba llorando tan dolida sentada fuera la dirección; mientras tanto, yo era acusado de haber intentado obligar a mi alumna a mantener relaciones sexuales conmigo. Me despidieron, y ella siguió moviendo su faldita delante de otras narices. Yo era el lobo, ella Caperucita.

—Oh —soltó Kirschtein, y se quedó pasmado durante unos segundos—. ¿A ella también le habló de piedras?

Smith soltó una carcajada.

—Te he contado el drama del siglo, ¿y me preguntas si le hablé de piedras? —Jean quiso encogerse y desaparecer—. Bueno, supongo que todos tenemos intereses diferentes —le dijo—. Sí, le hablé de piedras, pero ella no quedó tan pensativa como tú; en realidad, lo que le dije pareció haber atravesado una de orejas sólo para salir a los pocos instantes por la otra. Cuando yo te hablé de la belleza que una cosa tan simple podría tener, tú pareciste tomarte un momento para recordar todas las benditas piedras que habías visto en tu vida, y luego, al momento, comenzaste a decirme tiene razón, profesor, creo que me tomaré un tiempo para apreciarlas y grabarlas en mi memoria, ¡mire nada más si un día todas las piedras del mundo desaparecieran y yo no me hubiese detenido a ver ninguna! En ese instante me dije esta persona es alguien en el que puedo confiar. Es como una prueba, podría decirse; uno pocas veces encuentra gente a la que le interese cosas tan pequeñas, y que aunque a la vista parezcan toscas, le vean algo más allá de lo que son.

—Oh —dijo de nuevo Jean, apretando entre sus manos la barra que hacía de frontera entre él y el agua azul del mar—. No sabía que usted me estaba evaluando.

—Todos siempre evaluamos a las personas, aunque creamos no hacerlo. Inconscientemente, lo hacemos. ¿Por qué crees que algunas personas van y vienen en nuestras vidas, y otras se van? Nosotros somos quienes decimos "no, este no, este se va; este se queda". Sólo tomamos esas decisiones porque hemos hecho una evaluación a priori, aunque pensemos que la gente es la que se va; sí, la gente se va, se aparta, pero al final nos sentamos en una pequeña oficina en nuestro corazón y nos ponemos a revisar los papeles de esas personas. "No", decimos mientras estamos sentados detrás de ese escritorio, "estos sentimientos hay que tirarlos, no me sirven, y esta persona ya no está"; y tiramos los sentimientos, pero guardamos la experiencia.

—¿Y por qué yo no he podido sentarme en esa pequeña oficina que dice, y desechar los sentimientos por usted? Durante un año no he sabido nada suyo, sin embargo, cada vez que me siento, aplazo la fecha de tirar todo eso a la basura.

—Supongo que uno suele tardar en dejar de admirar a una persona —Erwin se le quedó mirando en silencio después de eso.

—En Navidad, me he masturbado pensando en usted, y le he deseado unas felices fiestas.

—Te estabas tardando con ese tipo de confesiones, Jean.

Ambos se rieron. 

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