El Postre: Siendo sincero, pero no menso

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No al plagio

Abril, octavo mes...

—¡Mitch! ¿Dónde estás, querido? —Su voz me llegó un poco lejos de donde me encontraba. Respiré profundo y silencioso para no delatar mi ubicación—. Sé que estás en la casa y sé que ya le diste de comer a tus horribles animales.

La conocía lo suficiente para saber que estaba insultando a mis bellos gansos solo para hacerme salir de mi escondite. De seguro se preguntarán por qué me estaba escondiendo, eso era fácil de responder: Effie me estaba buscando con desesperación. ¿Cuál era la razón de su búsqueda desesperada? También era fácil de dar respuesta: quería que le diera masajes en los pies…

¡Y antes de que salten con sus insultos de lo poco hombre que soy! He de aclararles que estaba cansado. ¡SÍ! Me había cansado de que me tratara como su esclavo personal. La amaba, pero ella debería entender que no era una perita en dulce sobrellevar un embarazo con sus locos ataques y que todo lo resuelva con un: «Son las hormonas, Haymitch. Debes consentirme en todo momento, sobre todo, porque soy tu esposa y tú eres el que con gusto realizó el proceso de embarazo». ¡QUE SE JODA! —Aunque para eso estaba yo—. Sin embargo, no podía más con sus insultos por cualquier estupidez, con sus llantos solo porque no le di el vaso de agua con la mano derecha sino con la izquierda; que empezara a reírse de la nada y lo justificara diciendo que le daba risa cómo volaba la mosca que la estaba molestando…

¡Iba a parar en el manicomio un día de esos! Y lo peor era que solito me reclutaría.

—Tengo que llegar a la puerta, tengo que llegar —me repetía una y otra vez. Pero era consciente de que mi esposa se encontraba cerca de la puerta de entrada.

Mi segunda opción era irme por la puerta de la cocina... No obstante, tenía que pasar, a fuerzas, por el pasillo que queda enfrente de la puerta principal. Así era, estaba que me cargaba la madre.

Escuché un suspiro muy, pero muy cerca de mi escondite. Que, por cierto, era el almacén que estaba debajo de las escaleras. La puerta del almacén tronó y me sentí palidecer; una gota de sudor frío me recorrió toda la columna.

—Está bien, ¿sabes? —dijo en apenas un murmullo audible; me acerqué a la puerta y recargué mi oído para escuchar mejor—. Entiendo que te estés escondiendo de mí… Es más, nunca pensé que fueras capaz de hacerlo. Y no me refiero a que tomes una actitud tan infantil y te ocultes. No. Me refiero a que prefieres actuar de esa forma y dejarlo todo como un juego antes de decirme que te has agotado de mis actitudes y acciones… para no lastimar mis sentimientos.

Para ese entonces, podía jurar que ella estaba totalmente recargada en la puerta, cruzada de brazos, con una pequeña sonrisa en el rostro y sus ojos con indicios de llanto. Suspiré negando con la cabeza; era verdad lo que estaba diciendo: no me atrevía a herirla aunque me estuviera pateando los huevos. Pensaba que cualquier cosa les haría daño a los dos, pero ya no podía más. Abrí la puerta y me di cuenta que había estado equivocado en algo: no estaba recargada en la puerta, sino en la mesita con fotografías que estaba enfrente de la puerta.

—Effie, yo…

—Basta, Haymitch —dijo con dureza—. Tú no eres así. Mi Haymitch me echaría pleito por cualquier cosa y no dejaría que montara mis berrinches ridículos. Sé que tienes miedo de perdernos —estaba pensando seriamente en que sabía leer mentes—. ¡Estoy embarazada! ¡No estoy enferma! Me he estado cuidando al pie de la letra. ¡No pasa nada si tú me dices a la cara que estás fastidiado! —Si creía que estaba capacitada para escucharlo, pues que así fuera.

—¡OK! ¡ESTOY HARTO DE TI, EFFIE! ¡ESTOY CANSADO DE QUE ME LEVANTES A LAS DOS DE LA MADRUGADA Y QUE ME MANDES A LA TIENDA POR TUS ANTOJOS, PARA ENCONTRARME CON LA SOPRESA DE QUE LA REINA ESTÁ DORMIDA! ¡DORMIDA! —Ya había empezado y no podía parar; me puse a caminar en círculos mientras pasaba las manos por mi cabello—. ¡¿CREES QUE ES JUSTO QUE ME QUIERAS HACER RESPONSABLE DE TODO CUANDO FUIMOS LOS DOS LOS QUE ESTÁBAMOS BORRACHOS?! —Respiré profundamente para calmarme un poco—. Creí que ya había quedado olvidado todo eso en la plática que tuvimos hace unos meses, sin embargo, a diario me lo recuerdas. Es muy injusto de tu parte, Effie.

Quedamos en silencio y yo no me atrevía a voltearla a ver. No quería ver sus lágrimas. Pero grande fue mi sorpresa cuando sentí sus manos cálidas tomar mi rostro y sus pulgares acariciar mis mejillas.

—Eso es, Haymitch, lo que estaba esperando todo este tiempo: a ti. Y no a ese intento de hombre que se refugiaba en pretextos tontos. Somos una pareja explosiva y vivimos de nuestras peleas. Siempre hemos sido así. Nuestro bebé podrá ver que sus papás se aman con una fortaleza envidiable, porque a pesar de los líos en los que se meten siempre saben cómo salir de ellos. Así somos y seremos, Haymitch.

Nuestras miradas se conectaron y vi la belleza de su alma reflejada en ellos, era tan hermosa. Nunca pude negarlo ni lo haría. Era mi mujer, la madre de mi hijos… era afortunado de tenerla. La amaba como a ninguna.

—Eres insoportable, pero te amo con todo mi ser.

—Eres un amargado con poco sentido de la moda, pero me tienes amándote locamente.

—Lo sé, preciosa, lo sé. Soy tremendamente irresistible.

—…

—…

—Ya que nos hemos contentado, ¿me masajeas los pies? —preguntó con una sonrisa inocente. ¡Que de inocente no tenía nada!

—Oh, preciosa. Estás loca si crees que mis manos tocarán piel sucia —contesté antes de correr a la cocina, era buena hora de escapar.

—¡Ven aquí, Haymitch!

—¡Nos vemos luego, querida!

El portazo que di no me dejó escuchar su contestación con claridad, pero recuerdo haber escuchado una palabra: «Morirás».

Embarazo a la CapitolinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora