Tres días después de haber salido de Wyoming, la camioneta de Cole Crawford se negó a seguir funcionando. Y aún tenía que recorrer cuatrocientos kilómetros para llegar a New México, donde le esperaba su nuevo trabajo en un pozo de petróleo.
Había sido un as del rodeo y conservaba el atuendo y el aspecto de vaquero acostumbrado a la vida al aire libre. Sólo tenía veintinueve años pero su rostro marcado por el sol lo hacía parecer un poco mayor.
Sonreía a menudo pero, en ese momento, no estaba sonriendo.
Irritado, había levantado el capó y estaba mirando el motor de su camioneta, que apestaba a aceite quemado. Aquella vez, Cole sabía que el motor no iba a resucitar. Cuando el ruidito que llevaba molestándolo unas cuantas millas se había convertido en un sonoro golpeteo, se había dado cuenta de que algo andaba mal.
Era un caso de negligencia homicida. Cincuenta kilómetros antes, el medidor de aceite marcaba «cero», pero él no había querido parar. Tenía que llegar a Port Arthur aquella tarde y aún le quedaban cientos de kilómetros por recorrer. Debería haber salido a primera hora de la mañana, se decía a sí mismo. Pero Brayden lo había persuadido para que se quedara un rato más. ¿Y quién podría negarle nada al gentil hombre que se había ofrecido a darle cobijo la noche anterior en San Antonio?
Especialmente, cuando ese hombre tenía el cuerpo de Brayden.
El problema era que había perdido agua y aceite durante los últimos cincuenta kilómetros y el motor se había quemado. Del todo.
Cole cerró el capó de golpe y metió la cabeza dentro de la camioneta para sacar la bolsa de viaje, pero cuando iba a cerrar la puerta se fijó en el pequeño arco iris de cristal esmaltado que colgaba del retrovisor y lo guardó en el bolsillo. Se lo había regalado una amiga cuando dejó la universidad para dedicarse a recorrer los circuitos del rodeo, para que le diera suerte.
Y se la había dado. Había recorrido los mejores circuitos de veinte estados diferentes, ganando premio tras premio, que enviaba a su hermano para que los guardara por él.
Desde luego, le había dado suerte. Hasta el año anterior. Quince meses antes, para ser exactos.
Colgándose la bolsa del hombro, cerró la puerta y empezó a caminar por la estrecha carretera vecinal. Apenas cojeando. Pero igualmente ignorando la cojera, como llevaba haciendo durante quince meses.
El aire era fresco, pero no hacía frío en absoluto a pesar de estar en el mes de enero. Buena temperatura para caminar, se decía a sí mismo.
«Menuda broma», pensaba, mientras se alejaba de la camioneta. Aunque estaba acostumbrado a hacer de todo para sobrevivir, la idea de ir a trabajar a un pozo de petróleo en New México no lo volvía loco. Pero necesitaba hacer algo. Necesitaba un objetivo. Aún no sabía lo que era, pero tenía que encontrarlo cuanto antes.
Se había dado cuenta muy pronto de que la vida había que disfrutarla minuto a minuto, sin tomarse nada demasiado en serio pero, desde que había dejado el rodeo, no tenía nada claro cuál iba a ser su futuro.
Una mañana se había despertado sin recordar qué había hecho la noche anterior y sin dinero en el bolsillo y se había asustado lo suficiente como para aceptar el trabajo que un amigo le había ofrecido en Port Arthur.
Pero no podía llegar a Port Arthur sin su camioneta.
Cole tardó cinco kilómetros en darse cuenta de que la simpática carretera no lo era tanto cuando se iba caminando con una pesada bolsa al hombro y una rodilla dolorida.
Pero las cosas podían ser peores, pensó al divisar un camión. Podía estar en medio de una carretera solitaria en Wyoming, rodeado de nieve. Sonriendo, empezó a hacer auto stop, pero el camión pasó a su lado sin parar.
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Siempre
RomanceCole Crawford es el tipo de hombre que no se queda en ningún lugar... o con un solo hombre.