Día 37

97 11 4
                                    

Siempre se ha dicho que las cosas malas ocurren por estar en el lugar equivocado, en la hora equivocada. También las cosas buenas ocurren, de forma análoga, estando en el lugar correcto en la hora correcta. Mi cita con un desconocido, esta tarde, a las ocho, a cuatro calles de mi casa, puede ser cualquiera de las dos opciones. La incertidumbre me pesa. Alguien está intentando controlar mi vida, ser dueño de mis propios actos, manejarme. Posiblemente estar ahí sea un error, pero confío en mí lo suficiente como para solucionarlo. Acabaré con él, sea quien sea.

Son las ocho menos diez minutos de la tarde. Hace ya un rato que ha oscurecido. Salgo de casa. Me dirijo hacia el punto de encuentro. Camino, seguro de mi mismo. La oscuridad jugará un papel determinante. No pienso dejarle hablar. No cometeré esa equivocación. Le clavaré mi cuchillo. Lo hundiré en su vientre y le veré morir. Mataré a ese discípulo, como se hace llamar.

La calle donde he quedado está muy cerca también de la casa de Marta. Ella debe estar a punto de salir. Dentro de una hora he quedado con ella en mi casa. Hoy será un gran día en mi vida. Llego al lugar. Miro el reloj. Faltan dos minutos para las ocho de la tarde. Está oscuro. Allí no hay nadie. Espero. Bajo mi chaqueta siento el tacto de mi cuchillo. Miro a un lado y a otro. Estoy solo. Se trata de una vieja callejuela estrecha, con poca iluminación. Hay dos tiendas que están cerrando justo ahora. A lo largo de la calle hay algunos portales de viviendas y varios garajes. Sigo esperando.

Dejo pasar el tiempo. Pasan ya diez minutos de las ocho de la tarde. A lo lejos comienzo a oír el sonido de sirenas. Se acercan. En esta maldita ciudad, ese sonido se puede escuchar varias veces al día. Las sirenas se oyen más fuerte ahora. Miro hacia un extremo de la calle y veo aparecer un coche de policía. Va a pasar delante de mis narices. Otro más se aproxima varios metros detrás de él. El primero de los coches hace una maniobra y para el coche justo a mi lado. Dos agentes bajan deprisa. Uno de ellos me mira. Permanezco inmóvil. El otro pasa por detrás de mí y se introduce en la oscuridad de la entrada de garaje que hay a mi espalda. Le oigo gritar algo. El primero de los policías, casi gritando, me pide que permanezca donde estoy. Me empuja hacia una pared y me obliga a apoyar las manos sobre ella.

–Está muerta –dice el que está en la entrada del garaje–. Tiene varias heridas. Parecen cuchilladas.

Todo sucede muy rápido. No puedo ver lo que está pasando detrás de mí. Intuyo la llegada de varios agentes más. Las luces amarillas de una ambulancia hacen su aparición en la caótica escena. Uno de los policías me cachea. Mierda. Encuentran el cuchillo. Casi no puedo mediar palabra antes de que me esposen. Algunas personas curiosas comienzan a rodearnos, a varios metros de distancia. Los agentes piden que se alejen.

–Muy bien, hijo de puta. ¿Para qué coño quieres este cuchillo? –dice el policía que me ha esposado. Casi sin darme tiempo a explicarme me dirigen a empujones hacia el coche patrulla. Luego nos lo cuentas, en comisaría, dice otro. No entiendo nada. Miro de reojo hacia el garaje. Allí, tendida en el suelo veo la figura de una mujer. Empiezo a comprender. Me ha tendido una trampa. Ha sido él, grito. Pero nadie parece escucharme.

A trompicones entro en uno de los coches. Puedo levantar la cabeza y ver a las personas que se arremolinan alrededor de la escena. Entre ellas puedo distinguir una cara conocida. Ella está allí, mirándome, incrédula. Intento negar con la cabeza pero la puerta del coche se cierra antes de que pueda decir nada. El vehículo arranca. Agacho la cabeza y miro al suelo. Maldito hijo de puta, pienso.

Presto declaración en comisaría. Les explico que no tengo nada que ver con esa mujer. Les cuento que sencillamente estaba allí, dando un paseo. No sirve de nada. Los acontecimientos se suceden uno detrás de otro, ajenos a mi voluntad. Me trasladan a los calabozos de los juzgados. Son generosos conmigo y me dejan una celda para mí solo. Soy un preso importante, dicen. Estoy en prisión preventiva hasta que el juez analice las pruebas y decida algo. Por lo menos me dejan el papel y un bolígrafo sobre el que escribo estas líneas. Me han engañado. Me han tendido una trampa. Cierro los ojos. Necesito descansar.


Diario de un PsicópataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora