Enkatengo

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Se acercaba una tormenta. Mi madre y yo nos subimos al único árbol con hojas para protegernos. Teníamos un impala muerto en un árbol cercano, pero, en ese no había hojas. Con que, seguimos esperando.

Ya tenía nueve meses y era muy energética; había estado comiendo y descansando toda la noche. Además, ya me movía mejor por los árboles y empecé a molestar a mi madre.

Pasaron las horas y la tormenta amainó. Entonces, un movimiento en el suelo captó mi atención... ¡Oh, no! ¡Esas fieras babeantes otra vez! ¡¡No!!

Mi madre decidió esperar antes de ir al árbol del impala. Pero, yo era demasiado joven e ignorante. Tenía poca experiencia y bajé del árbol. Quería echarlas e intimidarlas, con que no me percaté del peligro que corría. Mi madre ya no podía ayudarme. Empecé a insultar a las hienas: "¡Eh, vosotras! ¡Sí, hablo con las hienas! ¡Que sepáis que sois unas bestias feas y tontas! ¡Unos monstruos amorfos, estúpidos y babeantes! ¡Jamás había visto seres más idiotas y cobardes que vosotras!" Las hienas, molestas ante mi burlesca opinión, corrieron hacia mí con la intención de matarme. ¡Ahí es cuando me enteré del peligro! Yo era muy rápida y ágil. Además, fui muy viva y tuve una gran suerte; conseguí subirme en una acacia y escapé del peligro, por el momento. Mientras esos bichos amorfos me seguían, mi madre aprovechó para ir al árbol del impala. Ahora estábamos separadas. Había suficientes hienas para poder vigilarnos; empezó a llegar la manada entera.

Las miré a los ojos. Su mirada estaba vacía y perdida, era fría; no había sentimientos, salvo las ansias de comer y el nerviosismo e impaciencia incontrolables, creados por las ganas locas de matar. Además, esos ojos parecían estar sedientos de sangre, en una sed insaciable. Era como mirar a la muerte. Las hienas habían conseguido intimidarme a mí, así que ascendí hasta las ramas más débiles y endebles de la acacia, asustada. Si cedieran, hubiera acabado muerta. Mi madre tenía los ojos como platos y no podía hacer nada porque no se atrevía a enfrentarse a tantas hienas. ¡Y a mí me costaba mucho mantener el equilibrio!

Pasaron las horas y las hienas se durmieron. Intenté bajar al suelo, a pesar de que estaba lejos de mi madre y había muchos bichos babeantes. De repente, llegó la matriarca de las hienas y todas se despistaron de su propósito. ¡Es exactamente lo que necesitaba! Llegué hasta el árbol en el que estaba mi madre y subí. ¡Ahora era una joven valiente! Como era habitual, mi madre no me felicitó, sin embargo, me lanzó una mirada aprobadora. Yo sabía que, en el fondo, estaba orgullosa de mí y también pensaba que era una pequeña valiente.

Del cadáver del impala, solo quedaban la piel y los huesos. Se empezaron a caer algunos trozos y esas asquerosas carroñeras no desaprovecharon esos pedazos. Pero, como no quedaba nada de carne, se cansaron de esperar y se fueron.

Pasados unos minutos, mi madre bajó del árbol. Yo estaba agotada y me tomé mi tiempo. ¡Qué cosas! En tan solo unas horas he puesto en práctica todo lo que tenía que hacer para burlar a esas fieras descerebradas: las he engañado (otra vez), he sido más lista que ellas (otra vez), he conseguido sobrevivir (otra vez) y, además, las he dicho lo que pensaba de ellas. ¡Sí, eso es! ¡Me he arriesgado! ¡Bajé del árbol y les dejé las cosas bien claras! Bueno, y ellas a mí... ¡Pero, da igual! ¡El mérito era mío porque yo era una cría y una sola! ¡Ellas eran adultas y estaba la manada entera! ¡Han perdido y yo he ganado! Al menos, por el momento...

Enseñanzas de los leopardosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora