9. Origen

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174 d.Conq.

A L E C

—¡Esto es inaudito, su Majestad! —exclamó uno de los consejeros sentados alrededor de la mesa. Era mayor, como casi todos los allí presentes, por lo que las arrugas se marcaban aún más de lo normal por su mueca de enfado—. Dos atentados en tan poco tiempo de diferencia... Es una declaración de guerra en toda regla.

Maryse escuchaba las palabras de hombres y mujeres por igual con rostro serio y concentrado. Mientras, Alec estaba sentado al final de la mesa escribiendo en una hoja de papel con un libro al lado.

—¿Pero cómo es posible que pudieran entrar al castillo sin ser vistos? —indagó una mujer de cabellera castaña y ojos pardos—. A menos...

—A menos de que alguien los dejase entrar desde dentro... —completó Maryse en un susurro audible. Bajó la mirada pensativa—. Pero, ¿quién?

La mesa rectangular cayó en silencio. Cuando Alec dejó de escuchar las voces discutiendo de los adultos, alzó la cabeza confuso y miró los rostros preocupados y calculadores que le rodeaban. Había sido invitado a la reunión del consejo por ser uno de los testigos principales de lo ocurrido y porque tendría que acostumbrarse pronto a aquellos debates para cuando le nombraran rey. Pero para contribuir a su absoluto aburrimiento, no habían requerido de su parte de la historia y su madre le había ordenado quedarse en silencio a menos de que tuviera que aportar algo importante a la conversación. Como Alec nunca tenía nada que decir que no molestase a esas personas de conceptos humanos bajos, se mantuvo callado y trabajando en sus propios asuntos apartado a la esquina más alejada de la mesa.

—Tengo una pregunta —habló Alec, levantando su mano un tanto dubitativo y así pidiendo el turno de palabra. Su madre se lo concedió con un asentimiento—. ¿Cómo es que en los últimos años ha habido tanta sobrepoblación de Caídos? No entiendo de donde han salido todos ellos. En el tiempo de la Conquista, solo descendieron doscientos y más de la mitad fueron masacrados en la Revolución.

—Por lo menos sabe algo de historia —rió una mujer de gafas de culo de botella y mueca amarga en los labios.

Alec la ignoró y mantuvo la mirada en los ojos de su madre, esperando a su respuesta.

—No estamos seguros de ello, pero creemos que han encontrado una forma de reproducirse,

—¿Pero cómo? Los Caídos son estériles —replicó Alec, frunciendo el ceño—. Ni siquiera la tecnología humana puede solucionar un castigo divino así.

—El Príncipe Ángel tiene razón —le apoyó un hombre rubio, alto y con perilla—. Con cuantos más matamos, aparecen más de ellos.

—¡Qué importa cuántos sean! —exclamó el hombre mayor, colérico. Dio un golpe a la mesa con su puño cerrado—. Lo que tenemos que hacer es pensar una manera de derrotarlos.

—Las familias reales de otros países están muy enfadadas por las pérdidas sufridas durante el ataque —le comunicó la mujer de ojos pardos a la reina—. Piden una indemnización.

—¡¿Una indemnización?! —exclamó el hombre mayor, notablemente afectado.

Alec puso los ojos en blanco y devolvió la atención a sus quehaceres. El volumen que había conseguido de la biblioteca real era pesado, de hojas amarillentas por el paso de los años y de tapas duras de cuero bañado en tinta amarilla. Se llamaba La Angélica y era el libro en donde se recogían todas las leyes divinas dictadas por el Cielo. Existían miles de ediciones; probablemente cada casa de Alta Altaria tendría en su posesión uno de ellos. Pero la que tenía Alec frente a él era de las más antiguas y, además, estaba escrita en latín, una lengua que ya utilizaban los humanos muchísimo antes de que los ángeles descendieran a la tierra y se produjese la Cuarta Guerra Mundial.

Angel with a shotgun « malecDonde viven las historias. Descúbrelo ahora