S: Debo confesar.

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Hace dos meses habría llamado puta a una chica que decide entregarse sexualmente a distintos hombres y que rehúsa el compromiso.

Hace dos meses, también habría llamado furcia a una chica que lleva escote y minifalda, porque, a mi parecer, iría "provocando".

Hace dos meses pensaba que todos los hombres eran unos energúmenos promiscuos sin remedio en los que no había que confiar.

Pero lo más erróneo de todo fue pensar que la monogamia era la única forma en la que se debía amar alguien.

Si fumabas, te drogabas o bebías alcohol, no podías ser mi amigo, porque seguramente eras una mala persona.

Siempre decía que respetaba la homosexualidad, pero luego me daba reparo el tan solo imaginarme a dos hombres o dos mujeres besándose.

Hace dos meses pensaba que si llevaba a cabo un acto contradictorio a un comportamiento puritano, una clase de ser divino iba a castigarme. Y de verdad que creía que habría consecuencias, algo así como una mancha de tinta en mi moral que actuaría como un estigma, vetándome de tener una buena vida.

Hace dos meses no sabía que era una persona enjaulada, no sabía que vivía en una cárcel que yo misma había construido para reprimir mis verdaderos instintos y necesidades como ser humano. No sabía qué era la libertad, y yo solía creer ingenuamente que era libre, defendiendo mi verdad como la única existente y superior a la del resto.

Si mis padres supiesen en lo que me he convertido, seguramente lo primero que me dirían sería que les había decepcionado.

Lo segundo sería echarme de casa.

Hace dos meses, una situación así habría sido inimaginable para mí, y me habría supuesto un trauma siquiera imaginármelo; hoy día, me importa menos que una mierda lo que puedan pensar de mi nueva yo.

Confieso que era una falsa muñeca de porcelana. Me negaba a ser como el resto, de carne y hueso. No quería ser corrompida, así que me obligué a mí misma a ser una chica diez, porque, claro, así me sería destinada una vida perfecta, como las que nos mostraban en las películas. Las chicas castas e inocentes siempre eran las buenas; las brujas eran las putas que no se merecían al chico protagonista.

Viví en esa burbuja cargada de prejuicios y clichés hasta que alguien se atrevió a explotarla y darme un empujón para que me diese de bruces con la vida real.

Y lo peor de todo fue que el resultado me gustó.

Porque descubrí que ni los buenos son tan buenos, ni los malos son tan malos. En realidad, la moral convergente es un mito.

Me di cuenta de que había estado viviendo en una mentira y de que no debía avergonzarme de mis fantasías más húmedas, porque no era la única que las tenía, y llevarlas a cabo no iba a hacerme una persona sucia. No, yo tenía el derecho de ser deseada como cualquier otra mujer sin remordimientos de por medio.

Había más gente que pensaba de esta forma, gente que a los ojos de otros eran escoria, desviados y depravados. Los mismos ojos con los que yo solía verlos antaño. Qué irónico que haya acabado convirtiéndome en lo que más criticaba, tragándome así mis palabras. Pero, aún así, bendito karma.

Todo se ve distinto cuando lo miras desde la otra cara de la moneda, y, solo cuando acepté saber más sobre ese estilo de vida distinto al mío, pude comprender por qué había gente que elegía no ser tan convencional, o, más bien, qué les hacía sentirse atraídos por ello.

Recibí una cura, que fue la que me ayudó a tener una mente mucho más abierta, y con ello experimenté diversos placeres que jamás me planteé que pudieran existir.

Había sido una tonta por privarme de todo aquello durante tantos años, por no haberme dado cuenta antes, pero necesitaba que alguien me abriese los ojos, porque la educación que había recibido me tenía demasiado cegada.

A todo esto, mi cura tenía nombre.

Él era Jeon Jungkook.

•Sinners• || jjk! ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora