Final (parte II de II)

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— Me duelen los ovarios. 

Me rasqué la nariz y miré el cielo. No era uno de los días más soleados en Seúl, pero tampoco llegaba al punto de estar nublado. Permanecí unos segundos en silencio, sosteniendo el móvil contra mi oreja izquierda y manteniendo los ojos sobre la tienda de cuadros que se encontraba delante de mí. A través del escaparate podía apreciarse la amplia variedad de artículos de la que disponían, desde diseños clásicos hasta los más contemporáneos. Me mordisqueé el labio, sintiéndome idiota por no saber calcular el valor artístico de aquellas obras al ser un tema que escapaba de mi entendimiento.

Debo elegir uno. No puede ser tan difícil.

La mano que tenía refugiada del frío se encontraba en el bolsillo de mi chaqueta. Inconscientemente, comencé a rascarme el nudillo del índice con la uña del pulgar.

  — ¿Kookie?

 Amplié los ojos y parpadeé, percatándome de que me había quedado en una especie de trance mientras pensaba. Me apresuré a darle una respuesta coherente a mi novia.

  — Sí, estoy aquí. Mm, piensa en cosas bonitas, como yo entre tus piernas.

  —  ... Mejor dejemos ese tema; hace que me duela más.

De haber estado con ella en ese instante, la habría reconfortado con más que palabras, por ejemplo, haciéndole carantoñas o comprándole algún que otro capricho, pero estando distanciados no podía serle de mucha ayuda. Además, mi concentración se enfocaba en otros asuntos en ese momento.

— Así que hace frío por Yongin, ¿eh? —cambié repentinamente el rumbo de la conversación, tal y como ella me pidió— Estoy oyendo cómo los dientes te castañetean. ¿No te has llevado la chaqueta que te presté?

 — ¿La de Puma, dices? —Le di una afirmación con un sonido gutural— La llevo puesta. Creo que no he muerto todavía gracias a ella.

   Sonreí inevitablemente, olvidándome por un momento de la razón que me había llevado hasta Gangnam esa misma mañana.

  — Podrías hacer piña con tus compañeros de clase para mantener el calor —propuse, divertido—Así sobreviven los pingüinos.

La risa de Vika, breve pero sonora, se escuchó desde el otro lado de la línea.

 — ¿Dónde has aprendido eso?

  — Anoche estuve viendo un documental y... Sí, sí, tú ríete, pero estuvo muy interesante    —bromeé cuando la oí carcajearse una segunda vez.

  — Está bien. Cuéntamelo cuando nos veamos, ¿sí?

 — Por supuesto. ¿Y qué tal la excursión por ahora? ¿Has visto algo interesante?

Vika había estado muy emocionada durante toda la semana por una visita al Museo de Arte Ho-Am, actividad llevada a cabo por su universidad. No paraba de repetir las ganas que tenía de ojear ese majestuoso y remoto lugar a 40 kilómetros de Seúl, y yo tan solo podía pensar en que era una oportunidad de oro para buscarle un regalo de cumpleaños. Todavía faltaban dos semanas, pero si lo conseguía con antelación, no sospecharía que tenía guardado algo para ella.

  — Oh, hay unos paisajes preciosos, Kookie. Ojalá estuvieses aquí. Estoy segura de que podríamos sacar fotos muy buenas.

Aquello lo decía por una razón en concreto. Recientemente, Vika y yo habíamos desarrollado una pasión por la fotografía, cosa que empezó una tarde cualquiera en Namsan. Estábamos bromeando, haciendo capturas absurdas de nosotros mismos, hasta que nos dimos cuenta de que habíamos inmortalizado unos panoramas preciosos del parque al atardecer. Los analizamos en profundidad, fijándonos en cada detalle que componían las fotografías tomadas, y nos pareció tan satisfactorio aquel resultado surgido de una casualidad que decidimos volver al día siguiente para repetirlo. Poco a poco, se convirtió en un hobby compartido. De hecho, me había planteado comprar una cámara y unos cuantos manuales de inicio a la fotografía.

•Sinners• || jjk! ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora