Capítulo 2. El Perro

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JOE:

Al parecer, mi madre había condenado a mi padre a que me pidiera cuentas. Pero ése no fue el problema. Como cada noche, volvió muy cansado del despacho. En esos casos ni siquiera escuchaba, sólo quería estar en paz.

Me llamó a la sala de estar, se sentó en el sofá y se quedó mirándome sin pronunciar palabra. Primero pensé que estaba de mala uva, pero luego me di cuenta de que simplemente estaba pensando con intensidad.

—¿Qué es lo que quería de ti? —murmuró. Mi padre me cae bien y por eso le ayudé. Además, quería acabar con la conversación lo antes posible. De hecho, sólo la mantuvimos por amor a su mujer.

—Se trata del perro.

Uno que mi loco vecino, muy amablemente me había “regalado”. Cosa que por supuesto había enfadado a mi madre. Sin mencionar que el perro era bastante grande.

—Ah, claro —dijo, radiante—. Bueno, ¿y de dónde sacaste este perro?

—Lo trajo Jimmy, no me dio tiempo a devolvérselo —le expliqué — Pero no está, se fue una semana con su familia

—¿De dónde lo sacó ese pequeño demonio?

—De un refugio de animales, y si tuviera la más mínima o remota idea de dónde diablos queda, iría, pero por el momento no lo podemos tirar a la calle.

—Sí, eso sería un poco inhumano.

—Además no le pagué ni un céntimo. Y ten en cuenta su tamaño. Para ser gratis, es mucho perro —proseguí—. Además a mini Joe le agrada, con el perro pegado como una lapa a Joe, apenas si lo perderemos de vista.

Mi hermano pequeño de cinco años, que es un caos. Se llama Joaquín, pero siempre pide que le llamen como yo. A decir verdad, con el perro siguiendo a mini Joe por todo el lugar, sería un tanto complicado perderle de vista, como suele suceder.

—Sí, creo que tienes razón.

—Esa es una de las ventajas que traería Jake.

Mientras tanto, mi madre ya había acostado a Joe y, tras entrar en la sala, se sentó cómodamente en el gran sillón.

—¿Y bien? ¿Le has dejado claro que el perro tiene que marcharse? —le preguntó a mi padre.

— ¡Ah! ¿Y por qué no podemos tener un perro?

— ¡Por la simple razón de que será demasiado trabajo para mí!

—Pero escucha, un perro tampoco es tanto trabajo. De todas formas estás todo el día en casa y sólo tienes que ocuparte del hogar y del pequeño Joe. ¡Los mayores ya no son una carga! ¡Hay muchas cosas que ya se resuelven solas!

 Cobré nuevas esperanzas. Siempre abortaba este tema, tenía buenas posibilidades de librarme pronto. Me levanté para esfumarme lo más discretamente posible, pero antes de llegar a la puerta, le oí decir:

—Ya me gustaría a mí tener una vida como la tuya. Te la cambiaría enseguida: quedarme en casa a cuidar del hogar y de los hijos en lugar de tener que afanarme día tras día en el despacho y aguantar a empleados pesados y clientes malhumorados.

—¿Cómo dices? —resopló con ira mi madre, a punto de perder el control. ¡Ahora me cautivaba el asunto! Me detuve.

—¡Pues es verdad! —Añadió mi padre—Puedes disponer de tu tiempo con toda libertad. Si hoy no te apetece lavar o recoger, entonces lo haces mañana. Eres tu propio jefe.

—No soy mi jefe en absoluto, ¡soy la esclava de la familia!

—Avísame en cuanto quieras cambiar —dijo mi padre. Oh No. Un error. Un error mega grande. De repente, mi madre se volvió poco a poco, se levantó, se colocó delante de mi padre y, en un tono frío y tranquilo, dijo: —De acuerdo, como quieras, querido. Vamos a cambiar. Tú te ocupas de la casa y de los hijos, y yo voy al despacho.

Prohibido EnamorarseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora