El papel del alma

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No me gusta madrugar, ni siquiera para salir a correr. Por eso, cuando bajo las escaleras vestida con un par de mallas y un top deportivo, encuentro la casa vacía. Papá, mamá y Brigit se han ido a comer con los padres de Claire. Lance está en su habitación, pero él no cuenta.

Aunque hace frío, al cabo de cinco minutos he entrado en calor. Corro durante una hora. Atravieso el Parque Hudson, pasando por los caminos pedregosos e irregulares, subiendo y bajando un par de veces los escalones del pequeño anfiteatro que se usa en contadas ocasiones. Llego hasta los edificios de ladrillo rojo del instituto y doy la vuelta para emprender el viaje de vuelta. Esta vez me exprimo al máximo, aumentando la velocidad. El viento gélido parece cristalizar las gotas de sudor que me caen por la frente y el escote, una mano helada que reseca el aire al bajar por mi garganta. El latido atronador y frenético de mi corazón se manifiesta únicamente en el constante flujo sanguíneo que bombea mis sienes, pues la música que sale de los auriculares ensordece todo cuanto esté fuera o dentro de mí. Incluso los pensamientos.

En el tiempo que dura el ejercicio no soy más que un cuerpo en movimiento, sin pasado ni presente ni futuro. Soy algo que se mueve por inercia. Una nada maravillosa y reconfortante. No existe motivo alguno de preocupación o miedo. Sólo importo yo, y esa es una sensación que me atrae de forma irrefrenable, que me deja un poso de paz en el pecho, como si esto fuera lo que debería experimentar todos los días.

Cuando llego a casa me siento pletórica y poderosa. En mi jardín hay una mujer fotografiando la fachada, que hoy ha amanecido del azul profundo del océano. Por más que quisiera no puedo enfadarme: el ejercicio ha liberado un torrente de endorfinas por mi cuerpo que me mantiene eufórica. Así que, cuando paso junto a la mujer, sonrío ampliamente. No obstante, algo de malicia se libera en mí al percibir cómo el móvil de la intrusa cae repentinamente de sus manos y va a parar por casualidad al charco de barro que hay a su derecha, desafiando todas las leyes físicas.

Empapada en sudor y con los auriculares todavía puestos, voy a la cocina y me sirvo un vaso de agua. Paso por delante del salón para subir a mi cuarto cuando capto algo por el rabillo del ojo. Entrando en el salón, compruebo que Lance ha salido de su cueva y está sentado en el sofá jugando al GTA. Pero no está solo. En el otro sofá, de cara a la puerta, está Owen. Se ha repantingado con las piernas cruzadas sobre la mesa de café. Está tan concentrado en la televisión que sus cejas, más negras que mi propio pelo, se fruncen hasta oscurecerle los ojos. Tiene unas facciones severas que me recuerdan a las de un boxeador, una nariz que se curva en un ángulo pronunciado pero proporcionado, aunque cuando se pone así de serio, la dureza de sus rasgos se convierte en algo físico, en una amenaza.

Ver a Lance y a Owen juntos es una estampa que conozco muy bien, pero a pesar de ello me siento inquieta. Recuerdo lo que ocurrió en la fiesta, lo que vi. Regalarle aquellos animales de papiroflexia a Owen hace tantos años fue un acto sin importancia, un gesto de amabilidad infantil hacia el amigo de mi hermano. O eso he creído siempre. Porque cuando los vi en su habitación, intactos como el día en que se los di, la sorpresa me golpeó como un mazo. Pero más sorprendente aún fue la añoranza que sentí y la ternura que me calentó por dentro. Fue una sensación extraña, como si no acabara de encajar el significado de todo aquello, si es que tenía alguno.

La cabeza de Owen se gira y sus ojos turquesa advierten mi presencia. Por un momento permanece sin inmutarse, observándome con esa seriedad y concentración causadas por la partida que está jugando. Pero entonces, con la sutileza con que aparece la luna en el cielo, muda la expresión y suaviza el gesto. El recuerdo de una niña entregándole a otro niño un elefante de papel se desvanece en mi mente, quedándose muy atrás en el tiempo. La vida es todo lo que hay entre aquel día y el de hoy, nueve años de transición y de decisiones que nos han llevado hasta donde estamos ahora. Nunca me arrepentiré de darle ese regalo por muy incómoda que me haya sentido al descubrir que todavía lo conserva. Nunca nos hemos conocido adecuadamente, y precisamente por eso me confunde el hecho de que ser unos desconocidos se sienta algo equivocado.

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