El negro profundo y sus muchos tonos

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GUINEVERE


No son ni las nueve de la mañana y ya he dicho mi primera mentira, aunque no será la última. En cuanto he entrado en el coche de Claire para ir al instituto, el tema de conversación ha sido mi mano, y no ha parado hasta que hemos llegado. Serena y Roya nos esperaban en la puerta. Contarles la historia a ellas ha resultado más fácil, incluso más creíble a mis oídos y, cuando nos hemos encontrado a los chicos en los pasillos, el sabor amargo de mi boca ya casi no se notaba. Eso es lo bueno de las mentiras: cuanto más las repites, más se convierten en verdades, e incluso te animas a llenarlas de más detalles. Lo malo es que a la larga terminan regresando a ti como un boomerang, y hacerse cargo de tantas al mismo tiempo acaba resultando un desastre. Siempre salen a la luz. Pero, por ahora, el cuento de que me peleé con Lance y golpeé una pared presa de la cólera, funciona.

Curiosamente no me siento tan culpable como otras veces. Que Owen, una persona ajena a mi círculo familiar, sepa la realidad me hace creerme un poco menos mala persona. La esperanza de compartir la verdad con más gente vuelve a brillar en el horizonte. Tal vez tarde años en confesarlo a mis amigos pero eso ya no parece tan descorazonador; el primer paso ya se ha dado, lo que antes creía imposible ha sucedido. Hoy me he despertado algo confusa, intentando ubicar en la lógica de mi mente todo lo que ocurrió ayer pero, conforme avanza el día, gano en fuerza y positividad.

El cambio ha empezado, y ya nada va a impedir que acepte a mi humor con la dignidad que se merece.

Estoy de tan buen humor que ni siquiera me irrita tener que soportar el cogote de Mike durante la clase de Álgebra. Bueno, vale, en realidad la existencia de Mike nunca llegará a ser de mi agrado. Pero un día normal, que estuviera girándose continuamente en mi dirección me habría crispado los nervios. Hoy me siento tan superior a él que incluso en el rincón oscuro y depravado de mi corazón donde lo he apartado para toda la eternidad queda un hueco para odiarlo un poco más. Pero, como decía, hoy me siento imbatible, y este odio no me hace débil, sino que me empodera. Me doy cuenta de que para odiar no hace falta gritar ni insultar, simplemente con estar concentrada en mis objetivos —atender a la explicación del profesor— e ignorarlo es suficiente. Sé que la obsesión por descubrir qué me ha pasado en la mano lo está matando, y aunque me siento asqueada, consigo poner una barrera entre su pupitre y el mío, apartándolo de mí.

El timbre suena y el alboroto de las carpetas, mochilas al cerrarse y el rechinar de las sillas invade cada aula del instituto. Mientras me dirijo a la puerta veo por el rabillo del ojo a Mike acercarse.

—Eh, preciosa, ¿qué...? —empieza.

Le doy la espalda, negándole la recompensa de poder mirarme a la cara si quiera, y el brazo de Roya se engancha en mi cuello como una bufanda. La miro de reojo agradeciendo su gesto. Compartir la misma naturaleza que mi madre, mi hermana y mi abuela me ha hecho valorar la fuerza de las mujeres unidas. Las mujeres estamos para apoyarnos, y tener amigas que lo demuestren me hace sentir afortunada. En realidad es triste pensar así; no debería ser un lujo, sino un deber de todas nosotras.

—Voy a comerme un brownie que no va a caberme ni en el estómago —grita Roya, haciendo que la gente de nuestro alrededor se vuelva para mirarnos.

Todavía me estoy riendo cuando llego a mi taquilla. Entonces me detengo en seco, asimilando lo que está pasando. Al principio me cuesta reconocer que es Laetitia la que está frente a mi taquilla, aunque lo más sorprendente no es eso. Con rabia, está arrancando uno a uno los pájaros de papel que han vuelto a dejar pegados sobre la superficie metálica.

—¿Qué haces? —inquiero al llegar a su lado.

Da un respingo y me mira con una expresión de arrepentimiento e ira. Sus bonitos ojos castaños, abiertos de par en par, me recuerdan a los de un cervatillo asustadizo.

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