Elefantes, jirafas y pterodáctilos

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Para cuando salgo de casa, el cielo se ha teñido de púrpura. La luna aparece redonda y difusa entre los jirones de nubes. Aunque Claire vive en la misma calle que yo, cuando toco al timbre ya ha anochecido por completo y el resplandor anaranjado, enfermizo, de las farolas devora la oscuridad reinante.

Me abre la madre de Claire, Sophie, una mujer igual de elegante que ella. Nunca me cansaré de admirar lo hermosa que es, algo que sin duda favorece la eterna sonrisa que dibujan sus labios. Hoy lleva un pañuelo turquesa sobre la cabeza anudado en la nuca, y como una cola de caballo, se lo pasa por encima del hombro. Veo la mano artística de mi amiga reflejada en las cejas perfectamente perfiladas de su madre. He visto a Sophie en sus días malos —porque es inevitable no tenerlos—, cuando se tumba en el sofá con un rictus de dolor en el rostro y una palangana al lado. Pero la vida que irradia el resto del tiempo, toda esa fuerza y positividad, son lo que la definen como persona maravillosa.

Quiero a Sophie como a una segunda madre.

—Buenas noches —saludo dándole un abrazo. Al instante me doy cuenta de que ha adelgazado—. ¿Es nuevo ese pañuelo?

—Me lo regaló Collin la semana pasada. ¿Qué piensas, Guinevere? ¿Soy una madre cañón?

Sophie se atusa un cabello invisible, ladeando las caderas grácilmente. No puedo evitar reírme a carcajadas. Escuchar a los adultos pronunciar expresiones que bien podría decir el más garrulo de mi clase siempre me ha dado vergüenza ajena, aunque me parece divertido.

—Estás cañón hasta con una caca de vaca en la cabeza —le digo sujetándome el dolorido estómago—. Me gusta mucho ese pañuelo. Es muy guay.

—¿Cómo están tus padres? —me pregunta haciéndose a un lado y permitiéndome entrar.

Aunque vivimos en la misma calle, la casa de Claire es completamente diferente a la mía. Claire no tiene padres a los que les vuelvan locos las manualidades con las que decoran cualquier rincón de casa. Claire tiene unos padres modernos y, baste mencionarlo, con más dinero. Hace poco se reformaron la casa, de modo que ahora es como una de esas que aparecen en las revistas de decoración. Toda la planta baja fluye en una única estancia. El centro de la misma está presidido por un pilar enorme que alberga una chimenea de gas de última generación. Debe llevar un tiempo encendida porque en cuanto pongo un pie en el parqué oscuro, el frío abandona mis huesos y el calor me cosquillea en la punta de la nariz.

—Buenas noches Collin —le digo al padre de Claire, que está sentado en el amplio cheslón del salón viendo un programa de talentos en el plasma—. Cada loco con su tema —respondo a Sophie—. Mamá sigue tan carpintera como Cristo y papá tan jardinero como... Mierda. Bueno, como papá.

—Recuérdale a tu madre que el domingo hemos quedado para cenar. La llamaré yo también por si acaso.

—Vale, no te preo...

—¡Mamá, deja de robarme a mi amiga! —grita Claire desde el segundo piso.

Sophie pone los ojos en blanco y me sonríe a modo de despedida.

El cuarto de Claire es lo más impersonal que haya visto en mi vida. Tiene lo mínimo y lo necesario, aunque juraría que lo poco que tiene cuesta más que mi habitación entera. Los colores que predominan son el blanco y el beige: colcha beige, cortinas blancas hasta el suelo y un buen número de cojines atiborrando la cama de ambos tonos. Lo único que se sale de la tónica general es una enorme alfombra que cuelga de la pared sobre su cama, una adquisición de su último viaje a la India. Es una explosión de colores decorada con motivos étnicos.

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