Despierta o mata a la bestia

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GUINEVERE


Con menos brusquedad de la que debería, arranco de un tirón el pájaro de papel que hay pegado a mi taquilla. Debería quemarlo, debería quemar a quien esté haciendo esto. Me gustaría tanto hacerlo... Sin embargo, todavía no soy ninguna pirómana o asesina, así que me conformo con imaginarlo en mi mente. A decir verdad, el responsable que desde hace tres días está riéndose de mí colgando cosas relacionadas con el origami por todo el instituto no tiene ni un mínimo de destreza. El pájaro que acabo de arrancar parecía estar suplicando que lo matasen de lo mal hecho que estaba.

Escucho risas a mi espalda y me giro de golpe. El grupo de chicas que pasa por detrás de mí se calla, desviando la mirada y siguiendo su paso. Cuando quiero puedo dar miedo. Todo depende de la intensidad del odio y de la amenaza que irradies al exterior. Y me encanta hacerlo. Si supieran de lo que soy capaz con esos trozos de papel, nadie volvería a meterse conmigo. Pero así es como funciona el instituto:

Cuando alguien muestra amor por algo, los buitres no tardan en destrozarlo. Como si apasionarse por algo que se ama fuese razón para humillar. Como si quien humilla fuera ejemplo de algo.

Me doy la vuelta y sigo metiendo libros en la taquilla. Aparte de no ser ejemplo de nada, resulta que también son unos cobardes de mierda. Porque cuando les doy la espalda, vuelvo a escuchar los cuchicheos. Respiro hondo e intento crear una burbuja insonora a mi alrededor. Ni siquiera sé por qué de repente esta obsesión conmigo y con la papiroflexia, si llevo haciéndolo desde que tengo uso de razón.

Es exasperante notar cómo las miradas aguijonean la nuca de una, cómo sientes en el vello de todo el cuerpo que están hablando de ti. Me irrita. Me enfada. Me supera. Las mejillas se me encienden al rojo vivo, aprieto el trozo de papel en mi puño y, con todo el odio que puedo reunir, giro sobre mis talones y lanzo la bola de papel. Jamás he visto un lanzamiento tan perfecto, tanto en fuerza como en puntería.

La chica grita y se tapa el ojo, justo donde una gloriosa esquina de papel le ha dado.

—¡Eres una agresiva! —me dice una de sus amigas.

—Ya, y vosotras sois más santas que la Virgen. Ve a llorar a otra parte, anda.

Gimoteando, se alejan. Probablemente irán a la directora pero me da igual.

Termino de dejar todo en la taquilla y, cuando cierro la puerta, veo por el rabillo del ojo que hay alguien apoyado en la taquilla contigua, demasiado cerca. Contengo un grito de sobresalto y me llevo la mano al pecho; el corazón está apunto de romperme las costillas.

—Si es que no hay nadie como tú, Gin. Eres buena en todo lo que haces.

Esa voz.

El color huye de mi rostro y las manos empiezan a temblarme, aunque no sé si de miedo o de rabia. Lo primero en lo que pienso es que aquí hay mucha gente, en que no estamos solos y en que eso es un salvavidas. ¿Lo segundo en lo que pienso? Quiero salir de aquí. Si no lo hago, me ahogaré en unas profundas aguas negras de las que salí hace poco y en las que no quiero volver a verme envuelta jamás. O mataré a Mike a golpes.

Veo de refilón el florecimiento de una sonrisa en sus labios. Quiero borrársela. Tengo tantas cosas que decir y al mismo tiempo se merece tan poco que le dedique un solo pensamiento, que lo único que hago es darme la vuelta y echar a anda por el pasillo. No soy una ilusa. En mi vida he mentido muchas veces, aunque casi nunca a mí misma. Y por eso sé que no hay estrategia inventada o por inventar lo suficientemente buena para alejar a Mike de mí. Él siempre va un paso por delante. Él siempre ha llevado las riendas, y estoy harta.

Cuatro GeneracionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora