Fuego y hielo

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GUINEVERE


El domingo salimos pronto. Durante todo el sábado no he dejado de darle vueltas al tema una y otra vez, cambiaba de opinión constantemente. Primero me sentía más segura que nunca de lo que iba a hacer, y al minuto siguiente me entraba un miedo irracional y barajaba la idea de cancelar el plan. Hasta que me harté de mí misma. ¿Qué me estaba pasando? Quise achacarlo a que me acababa de venir la regla, pero sería demasiado cobarde por mi parte. Sabía exactamente qué ocurría. Durante toda mi vida, mamá estuvo implantando en mi cabeza la idea de que mis capacidades debían permanecer ocultas porque eso era lo mejor. Al principio me dejé convencer. ¿Cómo no hacerlo, si hasta los libros de Historia le daban la razón? Hubo un tiempo en que me obsesioné buscando información sobre la Inquisición española. En el siglo XV, los Reyes Católicos fundaron esa institución para que prevaleciera la hegemonía del catolicismo. Se impartieron juicios y ejecuciones no solo contra los moriscos sospechosos de seguir manteniendo su religión en secreto, sino también contra aquellos que pudiesen estar practicando la brujería. 

Brujería. 

Dado que nunca había conocido a nadie más a parte de las mujeres de mi familia que tuviera habilidades antinaturales, mi cabeza empezó a echar humo con pensamientos tétricos. Era muy probable que todas aquellas mujeres ejecutadas hacía ya tanto tiempo fueran como nosotras. Y las habían quemado vivas. Me quedó bastante claro que mamá tenía razón.

Sin embargo —¡sorpresa!—, crecí. Mi forma de pensar cambió, así como también el mundo. Empecé a convencerme de que habíamos avanzado mucho, que lo que había ocurrido siglos atrás no tenía por qué suceder ahora. Nunca me he engañado; sé lo jodido, hipócrita, supersticioso y machista que es el mundo. Quizá lo que sufrió un cambio fuera en realidad el entorno en que me movía. Por aquel entonces conocí a los que ahora son mis amigos, y esconder mi secreto se hizo más complicado porque, para mí, significaba tener que mentir a todo el mundo. Y, al fin y al cabo, por más que lo negara, también a mí misma. Empecé a ser consciente de que quería quererme tal y como era, y fui más allá de eso: quería mostrar eso de lo que tan orgullosa me sentía. ¿Qué de malo hay en ser diferente? ¿Por qué debería estar negándome una y otra vez por miedo al odio de los demás? Quería vivir en paz conmigo misma, como todos.

He ido arrastrando ese sentimiento desde entonces, alimentándolo y engordándolo cada día hasta el punto de convertirse en algo insoportable y doloroso. Y ahora, cuando ha llegado el momento de abrirme ante alguien, tengo miedo.

Lance conduce en silencio, aparentemente tranquilo, mientras en mi cabeza se reproducen todas y cada una de las amenazas que he ido acumulando con los años. Las advertencias de mamá, los grabados de todas aquellas mujeres ardiendo en piras de odio e incomprensión...

«Por Dios, Gin, Owen no va a quemarte»

Una risa histérica escapa de lo profundo de mi garganta. Dejo que salga, que me libere de toda la tensión, y después me obligo a tomar el control de una vez por todas. Llamo a la templanza y bloqueo el tráfico de pesimismo que circula por mi mente. Se me da bien, y todo se lo debo a las clases de la abuela Daphne, que me enseñó a dominar las emociones intensas. Aunque no es una ciencia y no siempre funciona.

—¿Estás nerviosa?

—¿Tú que crees? —respondo con tranquilidad.

Lance se revuelve, incómodo, pero no vuelve a hablar hasta que llegamos.

Aparca en la pequeña explanada de tierra frente a la granja de los Scott. De niña me gustaba venir para observar los campos de algodón. Justo antes de la época de recogida, cuando han germinado en todo su esplendor, parece como si las nubes hubiesen descendido a ras del suelo, como si el cielo se plegara y hubiese dos planos, el de arriba y el de abajo, y estuviese caminando en una dimensión intermedia. Y cuando el sol está en lo alto, realza la blancura de los campos y casi no llegas a ver el final. Es algo precioso de ver.

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